El hombre es un ser simbólico que no solo sobrevive, sino que necesita construir sentido. Por eso es importante mantener una relación adecuada entre consumo y creación. Aunque el consumo proporciona gratificaciones inmediatas y un alivio momentáneo frente al vacío o la fatiga, su efecto sobre la felicidad es efímero y en exceso es contraproducente. En cambio, la creación exige energía, pero contribuye a mejorar a largo plazo.
El consumo opera bajo una lógica de escasez artificial e inmediatez. Se desean objetos, experiencias o contenidos cuya utilidad real es secundaria respecto al acto mismo de adquirirlos. Cada escroleo, cada clic, cada episodio visto, genera un pequeño pico de recompensa neuroquímica. Sin embargo, este ciclo se agota rápidamente, y la tolerancia a la estimulación aumenta, empujando al sujeto a consumir más para sentir lo mismo. Se produce así una forma de atrofia volitiva: cuanto más se consume, menos se actúa. El hombre rata-topo.
La creación, en cambio, desafía la entropía. No se agota en sí misma, sino que se expande, se ramifica, genera externalidades: un texto escrito puede influir en otros, una pieza artística puede perdurar, un proyecto construido puede evolucionar. Crear implica asumir responsabilidad sobre un proceso, tolerar el error, revisar y mejorar. Exige la activación de la atención plena. Este tipo de actividad fortalece la autopercepción de competencia e incrementa la autoestima no por comparación, sino por evidencia interna.
La cultura actual privilegia el consumo no solo porque sea rentable sino porque es más fácil de administrar socialmente. Un individuo que consume es predecible y uno que crea es caótico. La pasividad del consumidor promueve el statu quo; la creatividad del sujeto activo introduce incertidumbre. Por eso hay que recuperar deliberadamente el espacio de la creación: leer sin convertirlo en consumo pasivo, escribir sin necesidad de publicar, construir, aunque no se monetice, pensar, aunque no se aplauda.
El consumo opera bajo una lógica de escasez artificial e inmediatez. Se desean objetos, experiencias o contenidos cuya utilidad real es secundaria respecto al acto mismo de adquirirlos. Cada escroleo, cada clic, cada episodio visto, genera un pequeño pico de recompensa neuroquímica. Sin embargo, este ciclo se agota rápidamente, y la tolerancia a la estimulación aumenta, empujando al sujeto a consumir más para sentir lo mismo. Se produce así una forma de atrofia volitiva: cuanto más se consume, menos se actúa. El hombre rata-topo.
La creación, en cambio, desafía la entropía. No se agota en sí misma, sino que se expande, se ramifica, genera externalidades: un texto escrito puede influir en otros, una pieza artística puede perdurar, un proyecto construido puede evolucionar. Crear implica asumir responsabilidad sobre un proceso, tolerar el error, revisar y mejorar. Exige la activación de la atención plena. Este tipo de actividad fortalece la autopercepción de competencia e incrementa la autoestima no por comparación, sino por evidencia interna.
La cultura actual privilegia el consumo no solo porque sea rentable sino porque es más fácil de administrar socialmente. Un individuo que consume es predecible y uno que crea es caótico. La pasividad del consumidor promueve el statu quo; la creatividad del sujeto activo introduce incertidumbre. Por eso hay que recuperar deliberadamente el espacio de la creación: leer sin convertirlo en consumo pasivo, escribir sin necesidad de publicar, construir, aunque no se monetice, pensar, aunque no se aplauda.