Hänsel y Grëtel eran dos hermanos gemelos muy rubios, muy altos, muy golosos y extremadamente libertinos. Huelga decir que sus ojos eran azules y vivaces, su piel blanquísima y sin una sola imperfección, sus carteras estaban repletas de tarjetas platino y sus cabezas, como cabría esperar, se hallaban completamente huecas.
Lörna, mediante argucias, consiguió introducirlos en su casa. Una vez allí, los redujo y tras propinarles una paliza, los asesinó. Todo ello sin ninguna animosidad por su parte, como cabría esperar. Cuando los cuerpos podrían considerarse masas sanguinolentas, procedió a introducir los cadáveres en sendos bidones llenos de ácido holístico. A la asesina alegre y decadente se le iluminaron los ojos con el crepitar de los restos al ir desapareciendo en el líquido color esmeralda. Por extraño que resulte, había algo que le recordaba a su infancia. Tal vez, el uso del ácido se recomendara subliminalmente en una película de Disney o es posible que el bombardeo constante del anuncio del producto hiciera que lo considerase una parte fundamental de su vida desde que alcanzaba su memoria.
Noche tras noche nuevas víctimas iban añadiéndose a la extensa lista de Lörna. Esta noche Merkëla y Därtos ya se habían desintegrado en el ácido holístico, el producto que dejó a Cillit Bang a la altura de un champú para bebés. Todos ellos merecían morir por sus obvias carencias y flagrantes defectos, pensaban Lörna y otro centenar de psicópatas de nuevo cuño que habían puesto en jaque a las fuerzas de seguridad. Asesinos con mala leche, así eran llamados por los presentadores de informativos de todas las cadenas de televisión, como para restar importancia al desmesurado aumento de muertes violentas y desapariciones, que ya de por sí superaban los límites razonables.
Merkëla era una cajera neoliberal que apenas cobraba lo suficiente para costearse el alquiler de su mísera habitación y una comida diaria de calidad deplorable. Prácticamente toda su vida había trascurrido tumbada sobre una cama, sentada frente a su ordenador o viendo la tele recostada en el sofá. Cuando alcanzó la treintena, sus padres se hartaron de su constante presencia y la expulsaron de la vivienda familiar. Desde entonces siguió con su afición por la cama, el sofá y la silla frente a su ordenador, aunque se vio obligada a compaginar estas ocupaciones con la asfixiante aglomeración en el trasporte público camino hacia el centro comercial y el asiento desde el que vigilaba ocho modernas cajas registradoras por las que los clientes pasaban y pagaban sus artículos. Lörna la eligió porque todas sus prendas tenían bien visibles logotipos y nombres de firmas de moda. Alguien así merecía morir cuanto antes.
Därtos era un demócrata convencido que estaba a favor de los dos grandes partidos políticos del Estado. En el fondo, su deseo hubiera sido que ambas organizaciones se integraran en una sola para así no tener que devanarse los sesos pensando en quién depositar su confianza en las elecciones. Estaba seguro de que la democracia funcionaría mucho mejor sin esas tediosas votaciones. Total, para lo que servían…
Lörna, mediante argucias, consiguió introducirlos en su casa. Una vez allí, los redujo y tras propinarles una paliza, los asesinó. Todo ello sin ninguna animosidad por su parte, como cabría esperar. Cuando los cuerpos podrían considerarse masas sanguinolentas, procedió a introducir los cadáveres en sendos bidones llenos de ácido holístico. A la asesina alegre y decadente se le iluminaron los ojos con el crepitar de los restos al ir desapareciendo en el líquido color esmeralda. Por extraño que resulte, había algo que le recordaba a su infancia. Tal vez, el uso del ácido se recomendara subliminalmente en una película de Disney o es posible que el bombardeo constante del anuncio del producto hiciera que lo considerase una parte fundamental de su vida desde que alcanzaba su memoria.
Noche tras noche nuevas víctimas iban añadiéndose a la extensa lista de Lörna. Esta noche Merkëla y Därtos ya se habían desintegrado en el ácido holístico, el producto que dejó a Cillit Bang a la altura de un champú para bebés. Todos ellos merecían morir por sus obvias carencias y flagrantes defectos, pensaban Lörna y otro centenar de psicópatas de nuevo cuño que habían puesto en jaque a las fuerzas de seguridad. Asesinos con mala leche, así eran llamados por los presentadores de informativos de todas las cadenas de televisión, como para restar importancia al desmesurado aumento de muertes violentas y desapariciones, que ya de por sí superaban los límites razonables.
Merkëla era una cajera neoliberal que apenas cobraba lo suficiente para costearse el alquiler de su mísera habitación y una comida diaria de calidad deplorable. Prácticamente toda su vida había trascurrido tumbada sobre una cama, sentada frente a su ordenador o viendo la tele recostada en el sofá. Cuando alcanzó la treintena, sus padres se hartaron de su constante presencia y la expulsaron de la vivienda familiar. Desde entonces siguió con su afición por la cama, el sofá y la silla frente a su ordenador, aunque se vio obligada a compaginar estas ocupaciones con la asfixiante aglomeración en el trasporte público camino hacia el centro comercial y el asiento desde el que vigilaba ocho modernas cajas registradoras por las que los clientes pasaban y pagaban sus artículos. Lörna la eligió porque todas sus prendas tenían bien visibles logotipos y nombres de firmas de moda. Alguien así merecía morir cuanto antes.
Därtos era un demócrata convencido que estaba a favor de los dos grandes partidos políticos del Estado. En el fondo, su deseo hubiera sido que ambas organizaciones se integraran en una sola para así no tener que devanarse los sesos pensando en quién depositar su confianza en las elecciones. Estaba seguro de que la democracia funcionaría mucho mejor sin esas tediosas votaciones. Total, para lo que servían…