La felicidad es un maquillaje, pero no uno de esos maquillajes de buena calidad que usan los famosos en los rodajes de superproducciones que recaudan millones en taquilla el primer fin de semana tras el estreno. No, la felicidad es como los maquillajes baratos que se cuartean fácilmente, se agrietan y afean la cara en vez de embellecerla.
Ingrid, amante del eclecticismo, se guiaba por las máximas del filósofo Schopenhauer. Entre sus favoritas estaba aquella que decía: ‘Evita la envidia, no hay nada más implacable y cruel’. Si la hermana de su novio, la espantosa Lörna, había logrado la fama y el éxito, ella no sentiría ni el más mínimo sentimiento de envidia. ¿Envidia de qué? A ver, ¿de qué iba a tener envidia si la hermana de Ihrën era fea, ridícula y según el último número de la revista más leída por mujeres entre veinticinco y treinta años presentaba seis de los siete signos propios de las perturbadas mentales?
El noviazgo con Ihrën iba genial, tenían mucho en común y no discutían casi nunca porque pensaban lo mismo sobre casi todo. ¡Era fantástico! Su querido Ihrën era dulce y cariñoso, parecía incapaz de romper un plato y seguro que sería un estupendo padre algún día. ¿Qué más podía pedir una mujer independiente como ella sino tener a un hombre que la cuidara y la protegiera en todo momento? Gracias a Google, a los gimnasios y al destino que hizo que su madre muriera y ella se mudase, Ingrid por fin había conseguido sentirse feliz. Seguramente sería una sensación provocada por hormonas y antes o después desaparecía, pero eso a Ingrid no le importaba.
Ihrën siempre había fantaseado con suicidarse en su adolescencia, pero ya no tenía edad para hacer esas cosas. Con más de veinte años quitarse la vida es de muy mal gusto, y él no pensaba hacer algo tan miserable que hasta se equiparaba en algunos blogs de estilo con llevar calcetines blancos con zapatos negros o sandalias con calcetines de cualquier color. El culmen de lo abominable.
Como ya no se iba a matar, pensó que debía buscar pareja. Sören estaba descartado porque al introducir algunos parámetros en un programa predictivo, el desenlace sería trágico prácticamente seguro. Lo más probable es que Lörna irrumpiera en la boda o en la luna de miel armada con un machete y acabase con ellos. Descartado Sören, Ingrid parecía tan adecuada como cualquiera de otro mil millones personas para convertirse en su cónyuge.
Ihrën ya había llegado a una edad en la que la mayoría de las personas, con independencia de su sexo, raza, religión o número de extremidades, comienzan a plantearse cuál es el sentido de la vida. Las múltiples y contradictorias respuestas a tan ardua cuestión son enigmáticas y muy pocos llegan a indagar más a fondo. La solución somera y más común consiste simple y llanamente en dejarlo estar. Te casas, tienes hijos, aspiras a una vida lo más confortable posible y dices adiós a tu juventud de una forma digna.
Para Ihrën Mälden la solución a su encrucijada vital consistía en una huida hacia adelante. Desposado con Ingrid, lo único que echaría de menos serían esos despreocupados ratos de sexo salvaje en lugares públicos y poco más. No tenía de qué quejarse.
Ihrën también admiraba a Schopenhauer, en particular le gustaba la cita que decía que ‘no hay que entregarse a grandes júbilos ni a grandes lamentos ante ningún suceso, porque la variabilidad de todas las cosas puede modificarlo por completo en cualquier momento.’ El nunca reía a carcajadas pero tampoco lloraba, nunca exteriorizó ninguna emoción exagerada, lo que le valió el sobrenombre de robot en el colegio. A él le funcionaba comedirse y si bien no era completamente feliz tampoco era desdichado. ¿Qué más podía pedir un hombre joven como él sino disfrutar el momento y conseguir sus no demasiado ambiciosos objetivos?
Ingrid, amante del eclecticismo, se guiaba por las máximas del filósofo Schopenhauer. Entre sus favoritas estaba aquella que decía: ‘Evita la envidia, no hay nada más implacable y cruel’. Si la hermana de su novio, la espantosa Lörna, había logrado la fama y el éxito, ella no sentiría ni el más mínimo sentimiento de envidia. ¿Envidia de qué? A ver, ¿de qué iba a tener envidia si la hermana de Ihrën era fea, ridícula y según el último número de la revista más leída por mujeres entre veinticinco y treinta años presentaba seis de los siete signos propios de las perturbadas mentales?
El noviazgo con Ihrën iba genial, tenían mucho en común y no discutían casi nunca porque pensaban lo mismo sobre casi todo. ¡Era fantástico! Su querido Ihrën era dulce y cariñoso, parecía incapaz de romper un plato y seguro que sería un estupendo padre algún día. ¿Qué más podía pedir una mujer independiente como ella sino tener a un hombre que la cuidara y la protegiera en todo momento? Gracias a Google, a los gimnasios y al destino que hizo que su madre muriera y ella se mudase, Ingrid por fin había conseguido sentirse feliz. Seguramente sería una sensación provocada por hormonas y antes o después desaparecía, pero eso a Ingrid no le importaba.
Ihrën siempre había fantaseado con suicidarse en su adolescencia, pero ya no tenía edad para hacer esas cosas. Con más de veinte años quitarse la vida es de muy mal gusto, y él no pensaba hacer algo tan miserable que hasta se equiparaba en algunos blogs de estilo con llevar calcetines blancos con zapatos negros o sandalias con calcetines de cualquier color. El culmen de lo abominable.
Como ya no se iba a matar, pensó que debía buscar pareja. Sören estaba descartado porque al introducir algunos parámetros en un programa predictivo, el desenlace sería trágico prácticamente seguro. Lo más probable es que Lörna irrumpiera en la boda o en la luna de miel armada con un machete y acabase con ellos. Descartado Sören, Ingrid parecía tan adecuada como cualquiera de otro mil millones personas para convertirse en su cónyuge.
Ihrën ya había llegado a una edad en la que la mayoría de las personas, con independencia de su sexo, raza, religión o número de extremidades, comienzan a plantearse cuál es el sentido de la vida. Las múltiples y contradictorias respuestas a tan ardua cuestión son enigmáticas y muy pocos llegan a indagar más a fondo. La solución somera y más común consiste simple y llanamente en dejarlo estar. Te casas, tienes hijos, aspiras a una vida lo más confortable posible y dices adiós a tu juventud de una forma digna.
Para Ihrën Mälden la solución a su encrucijada vital consistía en una huida hacia adelante. Desposado con Ingrid, lo único que echaría de menos serían esos despreocupados ratos de sexo salvaje en lugares públicos y poco más. No tenía de qué quejarse.
Ihrën también admiraba a Schopenhauer, en particular le gustaba la cita que decía que ‘no hay que entregarse a grandes júbilos ni a grandes lamentos ante ningún suceso, porque la variabilidad de todas las cosas puede modificarlo por completo en cualquier momento.’ El nunca reía a carcajadas pero tampoco lloraba, nunca exteriorizó ninguna emoción exagerada, lo que le valió el sobrenombre de robot en el colegio. A él le funcionaba comedirse y si bien no era completamente feliz tampoco era desdichado. ¿Qué más podía pedir un hombre joven como él sino disfrutar el momento y conseguir sus no demasiado ambiciosos objetivos?