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2.1 El Gato Volador

7/14/2017

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Ya era medianoche e iba siendo hora de que los niños pequeños se acostaran. Lörna le dijo a su hijita de siete años que debía irse a la cama. Por respuesta sólo obtuvo gruñidos de desaprobación. Cuando insistió, la pequeña Mälden pataleó y gritó con la misma expresión de odio que un ex-oficial nazi pondría a una judía embarazada de trillizos a la que tuviera que ceder el asiento en el autobús. -¡Cállate, puta! Tú a mí no me mandas.- vociferó el clónico retoño de la antiestética hermana de Ihrën.

Era difícil de creer lo pronto que comenzaba la adolescencia en algunos niños. Menos mal que los padres tienen a su disposición discrecional una suerte de artilugios para doblegar a sus salvajes vástagos. Lörna usó la pistola de dardos tranquilizantes y la de descargas eléctricas. Aquel día fue suficiente con eso y no tuvo que recurrir al dolorosísimo ‘nunchaku de uso costal’. Cuando por fin Nïta se calmó, su madre pudo esposarla al cabecero de la cama y contarle un cuento antes de que se durmiera.

¡Horror, pánico, náuseas y crueldad en la increíble y triste historia del Gato Volador! -el título es sugerente, ¿verdad?- Había una vez un grupo de científicos que estaban hartos de que desde algunas religiones arcaicas se negase la evolución a partir de la teoría de la selección natural. Por eso decidieron que iban a conseguir que un gato volara sin aplicar ningún tipo de ingeniería genética. Para ello rescataron de protectoras de animales de todo el mundo a aproximadamente un millón de gatos y los arrojaron desde diez metros de altura. Los que sobrevivieron tuvieron hijos, que fueron lanzados desde el mismo lugar. Al cabo de varias generaciones, comenzó a aumentar la proporción de gatos que sobrevivían a reiteradas caídas desde esa altura, así que aumentaron el nivel desde el que los lanzaban en medio metro. Tras repetir este proceso un gran número de veces, hubo un grupo de felinos que comenzó a desarrollar una membrana entre las extremidades delanteras y traseras de cada lado que les permitía reducir la velocidad durante la caída. A este tipo de mamífero doméstico se le llamó ‘El Gato Volador’, y se hizo hasta una canción sobre él. Además, ya nadie negó nunca más la evolución, porque se convirtió en un delito condenado con la silla eléctrica tras lograr acallar las voces que argüían que ese experimento poco o nada tenía de ‘natural’.

-¿Te ha gustado?-inquirió Lörna. -¡Sí, mami!-respondió Nïta con los ojos embelesados en fantasía. -¿Cantamos la canción del Gato Volador? ¡Porfi, mami!

El gato voladooooor, el gato voladooooor, el gato voladooooor, el gato voladooooor. Y dice así: hago como iguana, hago como mosquito, hago como pollito, hago como ballena, hago como vaca... muuuuuu.
Pero ustedes lo que quieren es el gato voladooooor, el gato voladooooor, el gato voladooooor, el gato voladooooor.
Hubo una fiesta en mi barrio. Llegó Don gato, llegó el gato Tom, llegó el gato Félix, llegó Silvestre, también vino Garfield pero hacía falta un gato. ¿Saben quién es? mmm...
El gato volador, el gato volador, el gato volador, el gato volador.
Esta es la historia de un gato del que no se sabe nada, nadie supo en vida lo que le pasaba. Llamaron al gato con botas, tragaron pelotas, parecían pendejotas. No sabía lo que pasaba ni lo que sucedía cuando ese gato a mi casa se metía. No caminaba ni se arrastraba, él volaba porque es…
El gato volador, el gato volador, el gato volador, el gato volador.
​
Lornïta cerró los ojos, se había dormido. –Que duermas bien, cariño- susurró la maternal Lörna al tiempo que le quitaba las esposas.
​
Al día siguiente, cuando la profesora les preguntó a sus alumnos qué querían ser de mayores, Nïta no lo dudó: Iba a ser científica para hacer volar a los animales y quizás también a las personas. Su maestra se maravilló ante la inocencia infantil. Hacía mucho que los científicos que tenían prohibido hacer volar otra cosa que no fuese sus laboratorios o aviones de papel en las horas muertas. Lo único que les era permitido hacer con los animales era torturarlos sin ningún propósito determinado, pero convenientemente apoyados en el suelo o anclados en la pared.
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    Autor

    Edward Peddersen Jr. es nihilista. Dice que no cree en nada aunque más bien cree que nada tiene sentido. Para él nada existe realmente. A veces se despierta con buen humor y vuelve a creer en la realidad, como cuando era niño. Sin embargo, ni siquiera en esos días felices puede creer en la bondad. La bondad es algo que ningún humano podrá conocer.

    Agradecimientos

    Este libro-blog es tanto del autor como de M.Y.S-J. Sin ella no hubiera sido posible llevarlo a cabo. Sus críticas, aportaciones, comentarios y apoyo constante han sido determinantes. Alguien como ella merece ser la única persona que figure en los agradecimientos. Todos los demás que pudieran haber estado entenderán esta decisión.
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