Lörna había conocido al dueño de una lucrativa fábrica de materias auxiliares y a pesar de la diferencia de edad, descubrieron que tenían unos gustos y preferencias asombrosamente similares. A Hökun, le atrajo Lörna desde que la viese actuar en un par de películas de Krox Guilär, su cineasta predilecto. Cuando la vio en aquella crêperie supo que tenía que comprobar su porcentaje de afinidad con ella. Al menos no perdía nada por intentarlo. 100%, personalidades totalmente afines. El veredicto de la máquina era inapelable. Lörna no quería más relaciones después de los fiascos con Krox y Sören. El sexo sin amor tampoco le atraía después de un par de extenuantes experiencias con una vieja gloria del cine para adultos. Su ascetismo en los últimos años había alcanzado cotas inusitadas y aquel cien en la pantalla de su comparador le dejó sin palabras. ¿Podría ser que finalmente encontrase un compañero con el que pasar el resto de su vida? Aún no estaba todo perdido para ella.
Un noviazgo en el que ambos han superado la barrera psicológica de los cuarenta años es muy diferente a una relación en la que al menos un integrante no ha franqueado esa edad que supone el fin de la juventud y principio de la decrepitud inherente a la segunda mitad de la vida. Las parejas que comienzan una vez que ambos dejaron atrás cualquier atisbo de juventud frecuentarán museos y galerías de arte, acudirán a actuaciones en directo de cantantes intimistas, viajarán por todo el mundo visitando los mejores hoteles de las ciudades con más intensa vida cultural. En oposición, las parejas más jóvenes hacen cosas más baratas, pero mucho más entretenidas.
Lörna seguía teniendo un hermoso cabello rubio y gracias a los retoques a los que se había ido sometiendo desde que cumpliese los treinta ya podía ir por la calle sin que los niños se quedasen boquiabiertos al ver algo tan desagradable. En cambio, Hökun no cuidaba apropiadamente de su cabello y tenía grandes entradas y una incipiente calva, su piel pedía a gritos hidratación y no tenía una figura atlética. Para colmo de males su nariz estaba perceptiblemente torcida y su cara perdía la simetría que de otro modo pudiera haber tenido. Estaba claro que con la fealdad característica de Lörna, imposible de disimular con cualquier tipo de cirugía estética, aquel amor no era más que la unión de dos personas poco escrupulosas en cuanto a la aceptación de los cánones de belleza.
La antaño fea y hoy operada Lörna estaba muy emocionada con el futuro prometedor que le aguardaba junto a Hökun, un hombre preocupado por la inminente llegada del fin del mundo. Una extraña e inútil obsesión, pero lo bueno es que robaba menos tiempo que asesinar, como otrora hizo ella, ahora reemplazada por su hija Këvin.
Hökun no era masoquista, pero por suerte Lörna ya no disfrutaba provocando dolor a sus antaño amoratadas parejas. Los acontecimientos se habían conjurado para que se conocieran en el momento adecuado, cuando todo apuntaba a un final feliz en el que a buen seguro no faltaría una indecente cantidad de sucedáneo de perdices a base de gallina menopáusica.
Un noviazgo en el que ambos han superado la barrera psicológica de los cuarenta años es muy diferente a una relación en la que al menos un integrante no ha franqueado esa edad que supone el fin de la juventud y principio de la decrepitud inherente a la segunda mitad de la vida. Las parejas que comienzan una vez que ambos dejaron atrás cualquier atisbo de juventud frecuentarán museos y galerías de arte, acudirán a actuaciones en directo de cantantes intimistas, viajarán por todo el mundo visitando los mejores hoteles de las ciudades con más intensa vida cultural. En oposición, las parejas más jóvenes hacen cosas más baratas, pero mucho más entretenidas.
Lörna seguía teniendo un hermoso cabello rubio y gracias a los retoques a los que se había ido sometiendo desde que cumpliese los treinta ya podía ir por la calle sin que los niños se quedasen boquiabiertos al ver algo tan desagradable. En cambio, Hökun no cuidaba apropiadamente de su cabello y tenía grandes entradas y una incipiente calva, su piel pedía a gritos hidratación y no tenía una figura atlética. Para colmo de males su nariz estaba perceptiblemente torcida y su cara perdía la simetría que de otro modo pudiera haber tenido. Estaba claro que con la fealdad característica de Lörna, imposible de disimular con cualquier tipo de cirugía estética, aquel amor no era más que la unión de dos personas poco escrupulosas en cuanto a la aceptación de los cánones de belleza.
La antaño fea y hoy operada Lörna estaba muy emocionada con el futuro prometedor que le aguardaba junto a Hökun, un hombre preocupado por la inminente llegada del fin del mundo. Una extraña e inútil obsesión, pero lo bueno es que robaba menos tiempo que asesinar, como otrora hizo ella, ahora reemplazada por su hija Këvin.
Hökun no era masoquista, pero por suerte Lörna ya no disfrutaba provocando dolor a sus antaño amoratadas parejas. Los acontecimientos se habían conjurado para que se conocieran en el momento adecuado, cuando todo apuntaba a un final feliz en el que a buen seguro no faltaría una indecente cantidad de sucedáneo de perdices a base de gallina menopáusica.