Sören Dazs-Schnäbel, el hombre con el trasero más firme que jamás existió, donó semen impelido por un deseo inexplicable de preservar su carga genética, aunque para ello hubiera sido más razonable valerse de los servicios de una de las empresas de conservación de ADN en vez de procrear y de ese modo perder la mitad de sus genes en la copia, además de combinar la mitad restante con otros genes cualesquiera que con seguridad serían mucho peores que los suyos.
Gracias al irrazonable deseo que tuvo Sören, una científica asocial tuvo un hijo. El carácter reaccionario de la mujer se apreciaba en cualquier detalle de su existencia, ya fuera este crucial o nimio. Por ejemplo, cuando inscribió a su retoño en el registro civil el nombre elegido fue Alexander, un nombre demasiado largo para los gustos imperantes y para colmo sin diéresis. A pesar de sus esfuerzos, su hijo consiguió que todos le llamaran Alex, e incluso a veces lo escribía con dos puntos sobre la e.
Alex creció razonablemente rápido, recibió los estímulos sensitivos adecuados para el correcto desarrollo tal como se recogía en una obra clásica de psicología pediátrica. Si en algo falló su madre al cuidarlo fue en sobrevitaminarlo e inframineralizarlo, aunque sus dosis ser mantuvieron siempre dentro del rango de la normalidad. Alex era bellísimo, diríase que remedaba un ángel caído del cielo que acabara de salir de una clínica de cirugía estética. Él, que heredó la inteligencia de su madre, era plenamente consciente de las reacciones que despertaba su aspecto y se aprovechaba de ello.
Cuando apenas contaba con quince años, su sistema hormonal comenzó a descontrolarse y quiso averiguar quién era su padre para poder tener contacto con él, conocer sus raíces y descubrir quién era. Para conseguirlo, ante las reiteradas negativas de su madre, acudió a todas las clínicas de fecundación asistida de los alrededores, hasta que en una de ellas halló las respuestas que buscaba. Su padre se llamaba Sören Dazs-Schnäbel, aquello era todo cuanto le podían proporcionar, pero con eso bastaba. Con el nombre y una aproximación de los rasgos físicos lograda observando las diferencias entre él y su madre, pudo encontrar a su ansiado papaíto en internet. De este modo pudo ver su perfil, leer su blog, hacerse su amigo en las redes sociales e incluso chatear. Antes de que tuviera ocasión de comentarle que era su hijo, habían quedado para conocerse en persona en una acogedora cafetería en la que tampoco hallaría la oportunidad de sacar a relucir su parentesco.
Gracias al irrazonable deseo que tuvo Sören, una científica asocial tuvo un hijo. El carácter reaccionario de la mujer se apreciaba en cualquier detalle de su existencia, ya fuera este crucial o nimio. Por ejemplo, cuando inscribió a su retoño en el registro civil el nombre elegido fue Alexander, un nombre demasiado largo para los gustos imperantes y para colmo sin diéresis. A pesar de sus esfuerzos, su hijo consiguió que todos le llamaran Alex, e incluso a veces lo escribía con dos puntos sobre la e.
Alex creció razonablemente rápido, recibió los estímulos sensitivos adecuados para el correcto desarrollo tal como se recogía en una obra clásica de psicología pediátrica. Si en algo falló su madre al cuidarlo fue en sobrevitaminarlo e inframineralizarlo, aunque sus dosis ser mantuvieron siempre dentro del rango de la normalidad. Alex era bellísimo, diríase que remedaba un ángel caído del cielo que acabara de salir de una clínica de cirugía estética. Él, que heredó la inteligencia de su madre, era plenamente consciente de las reacciones que despertaba su aspecto y se aprovechaba de ello.
Cuando apenas contaba con quince años, su sistema hormonal comenzó a descontrolarse y quiso averiguar quién era su padre para poder tener contacto con él, conocer sus raíces y descubrir quién era. Para conseguirlo, ante las reiteradas negativas de su madre, acudió a todas las clínicas de fecundación asistida de los alrededores, hasta que en una de ellas halló las respuestas que buscaba. Su padre se llamaba Sören Dazs-Schnäbel, aquello era todo cuanto le podían proporcionar, pero con eso bastaba. Con el nombre y una aproximación de los rasgos físicos lograda observando las diferencias entre él y su madre, pudo encontrar a su ansiado papaíto en internet. De este modo pudo ver su perfil, leer su blog, hacerse su amigo en las redes sociales e incluso chatear. Antes de que tuviera ocasión de comentarle que era su hijo, habían quedado para conocerse en persona en una acogedora cafetería en la que tampoco hallaría la oportunidad de sacar a relucir su parentesco.