Tocaron los ángeles las trompetas y hubo fuego mezclado con sangre.
Hubo truenos, gritos, relámpagos y un terremoto.
Y quedó abrasada la tercera parte de la tierra. (Ap. 8,5-7)
Apocalipsis y trompetas son dos conceptos que en el imaginario colectivo aparecen intrínsecamente unidos. Pese a que no es posible concebir por el hombre occidental medio un apocalipsis como dios manda sin el estruendo característico de estos instrumentos, si tenemos la posibilidad de deleitarnos con un concierto de jazz sin preocuparnos lo más mínimo por el fin de los días. Paradojas del ser humano, inconcebibles para otras especies más evolucionadas del universo, pero comunes en nuestro pequeño y autocomplaciente planeta, en el que es posible que algo así pase desapercibido para casi todo el mundo.
Sören y Alëx, padre e hijo, eran dos hombres amantes de su propio sexo. Además, se amaban el uno al otro, tal como el Wok los amaba. No había nada de malo en ello ya que sus actos no se podrían considerar excesivamente lascivos o indecorosos. Todo lo que hacían se contemplaba en el último catálogo de prácticas sexuales saludables editado por una conocida marca de preservativos, pues Alëx no admitiría jamás las diversas monstruosidades que a su padre tanto le entusiasmaban. No obstante, ambos hacían mucho ruido, demasiado. Nunca habían dado importancia a sus manifestaciones guturales de pasión ya que al vivir en un ático y tener las paredes insonorizadas pensaban que nadie podía oír lo que estaban haciendo. No podían estar más equivocados.
El sonido se trasmite en todas las direcciones del espacio. Los gemidos de placer, los gritos de dolor, las palabras sucias y los bufidos no eran escuchados por los vecinos de los áticos aledaños, pero si eran percibidos con nitidez por la mujer que vivía en el piso de abajo. Adöga, que había recibido una educación conservadora estaba ferozmente escandalizada, y eso que aún no conocía la relación de parentesco que unía a los pecadores del piso de arriba.
-No, no tenemos nada parecido.
-¿Y mantequilla?
-Ya he dicho que no hay nada parecido. No hay ni aceite ni mantequilla. Te dije que había que comprar.
-Pero si compro, luego comemos y engordamos. Es mejor no tener nada de grasa en casa.
-No digo que no, pero ahora vamos a tener que salir, cuando estábamos empezando a...
Era un día como otro cualquiera, en el que nada hacía presagiar que sería distinto a los demás. Los cariñosos vecinos del ático volvían de comprar y coincidieron con Adöga en el ascensor. El Apocalipsis ya era inevitable.
Hubo truenos, gritos, relámpagos y un terremoto.
Y quedó abrasada la tercera parte de la tierra. (Ap. 8,5-7)
Apocalipsis y trompetas son dos conceptos que en el imaginario colectivo aparecen intrínsecamente unidos. Pese a que no es posible concebir por el hombre occidental medio un apocalipsis como dios manda sin el estruendo característico de estos instrumentos, si tenemos la posibilidad de deleitarnos con un concierto de jazz sin preocuparnos lo más mínimo por el fin de los días. Paradojas del ser humano, inconcebibles para otras especies más evolucionadas del universo, pero comunes en nuestro pequeño y autocomplaciente planeta, en el que es posible que algo así pase desapercibido para casi todo el mundo.
Sören y Alëx, padre e hijo, eran dos hombres amantes de su propio sexo. Además, se amaban el uno al otro, tal como el Wok los amaba. No había nada de malo en ello ya que sus actos no se podrían considerar excesivamente lascivos o indecorosos. Todo lo que hacían se contemplaba en el último catálogo de prácticas sexuales saludables editado por una conocida marca de preservativos, pues Alëx no admitiría jamás las diversas monstruosidades que a su padre tanto le entusiasmaban. No obstante, ambos hacían mucho ruido, demasiado. Nunca habían dado importancia a sus manifestaciones guturales de pasión ya que al vivir en un ático y tener las paredes insonorizadas pensaban que nadie podía oír lo que estaban haciendo. No podían estar más equivocados.
El sonido se trasmite en todas las direcciones del espacio. Los gemidos de placer, los gritos de dolor, las palabras sucias y los bufidos no eran escuchados por los vecinos de los áticos aledaños, pero si eran percibidos con nitidez por la mujer que vivía en el piso de abajo. Adöga, que había recibido una educación conservadora estaba ferozmente escandalizada, y eso que aún no conocía la relación de parentesco que unía a los pecadores del piso de arriba.
-No, no tenemos nada parecido.
-¿Y mantequilla?
-Ya he dicho que no hay nada parecido. No hay ni aceite ni mantequilla. Te dije que había que comprar.
-Pero si compro, luego comemos y engordamos. Es mejor no tener nada de grasa en casa.
-No digo que no, pero ahora vamos a tener que salir, cuando estábamos empezando a...
Era un día como otro cualquiera, en el que nada hacía presagiar que sería distinto a los demás. Los cariñosos vecinos del ático volvían de comprar y coincidieron con Adöga en el ascensor. El Apocalipsis ya era inevitable.