Cuando el joven y excitable Alëx pulsó el botón del ático con un innecesario giro de muñeca, la huraña Adöga comprendió que aquellos eran sus indecentes vecinos. Como las voces le habían sugerido, uno de ellos era muy joven. Nada más verlo supo que era menor de edad y aquello le escandalizó todavía más.
Adöga no era una entrometida, pero se había tomado la libertad de mandar buscar los datos de todos sus vecinos a una de sus amigas, que trabajaba en el ayuntamiento. Aquellos sinvergüenzas habían tenido la osadía de unirse en matrimonio, ya que ambos se apellidaban Dazs-Schnäbel, aunque era ilegal hacerlo con un menor. Siempre había que valorar la posibilidad de que el hecho de que tuvieran los mismos apellidos se tratase de una coincidencia, pero ahora que los veía supo que tenían lazos familiares por la gran semejanza en sus rasgos faciales. A Alëx se le cayó un papel del bolsillo de su chaqueta y Sören se lo recogió mientras le decía: -Toma, hijo.- Adöga pensó que aquello era sólo una forma de hablar, pero Alëx le respondió con una sonrisa y dijo entre susurros:-Gracias, papá.- mientras ladeaba grácilmente la cabeza. Adöga estaba fuera de sí. Ya habían llegado al penúltimo piso y se bajó sin despedirse. -Vaya señora más maleducada.- comentó Alëx cuando se cerraron las puertas del elevador. -¿Cuántas veces te tengo que decir que no soporto que me des las gracias todo el tiempo?- El impulso de Alëx hubiera sido disculparse, pero aquello ponía a su padre hecho un basilisco, y esa noche el joven Dazs quería que su padre estuviese relajado y receptivo.
Mientras los ocupantes del ático se afanaban en lo que quisiera que estuvieran haciendo, Adöga se tomaba la tensión con su comparador de gustos y preferencias, que jamás le serviría para el cometido que su nombre indicaba. Adöga lo usaba de reloj, de tensiómetro y de temporizador mientras cocinaba. Su tensión era demasiado alta y el dispositivo se comunicó con los servicios de emergencias para preavisar de un posible infarto. El accidente cardiovascular llegaría en un par de minutos, acompañado por los gritos de los vecinos, que llegaron al clímax de eso que hacían con una asiduidad pasmosa. La ambulancia ya estaba de camino para entonces. Y todo por culpa de la mala costumbre de dar las gracias.
El hijo de Adöga, Dëxter, llegó al hospital a la mañana siguiente y observó como su madre se apagaba lentamente ante sus ojos. La vecina de la atípica familia murió poco después cuando se repitió el episodio cardíaco mientras permanecía en coma inducido. Dëxter se sumió en la más absoluta desesperación cuando se vio solo en el mundo. No visitaba a su madre desde fin de año. Casi tres meses sin ver a su mamá, que había sido una santa en vida.
Adöga no era una entrometida, pero se había tomado la libertad de mandar buscar los datos de todos sus vecinos a una de sus amigas, que trabajaba en el ayuntamiento. Aquellos sinvergüenzas habían tenido la osadía de unirse en matrimonio, ya que ambos se apellidaban Dazs-Schnäbel, aunque era ilegal hacerlo con un menor. Siempre había que valorar la posibilidad de que el hecho de que tuvieran los mismos apellidos se tratase de una coincidencia, pero ahora que los veía supo que tenían lazos familiares por la gran semejanza en sus rasgos faciales. A Alëx se le cayó un papel del bolsillo de su chaqueta y Sören se lo recogió mientras le decía: -Toma, hijo.- Adöga pensó que aquello era sólo una forma de hablar, pero Alëx le respondió con una sonrisa y dijo entre susurros:-Gracias, papá.- mientras ladeaba grácilmente la cabeza. Adöga estaba fuera de sí. Ya habían llegado al penúltimo piso y se bajó sin despedirse. -Vaya señora más maleducada.- comentó Alëx cuando se cerraron las puertas del elevador. -¿Cuántas veces te tengo que decir que no soporto que me des las gracias todo el tiempo?- El impulso de Alëx hubiera sido disculparse, pero aquello ponía a su padre hecho un basilisco, y esa noche el joven Dazs quería que su padre estuviese relajado y receptivo.
Mientras los ocupantes del ático se afanaban en lo que quisiera que estuvieran haciendo, Adöga se tomaba la tensión con su comparador de gustos y preferencias, que jamás le serviría para el cometido que su nombre indicaba. Adöga lo usaba de reloj, de tensiómetro y de temporizador mientras cocinaba. Su tensión era demasiado alta y el dispositivo se comunicó con los servicios de emergencias para preavisar de un posible infarto. El accidente cardiovascular llegaría en un par de minutos, acompañado por los gritos de los vecinos, que llegaron al clímax de eso que hacían con una asiduidad pasmosa. La ambulancia ya estaba de camino para entonces. Y todo por culpa de la mala costumbre de dar las gracias.
El hijo de Adöga, Dëxter, llegó al hospital a la mañana siguiente y observó como su madre se apagaba lentamente ante sus ojos. La vecina de la atípica familia murió poco después cuando se repitió el episodio cardíaco mientras permanecía en coma inducido. Dëxter se sumió en la más absoluta desesperación cuando se vio solo en el mundo. No visitaba a su madre desde fin de año. Casi tres meses sin ver a su mamá, que había sido una santa en vida.