No es fácil destruir el mundo exactamente como se desea. Acabar con la vida del planeta, o incluso con el planeta mismo es extremadamente sencillo. El problema es que requiere mucho tiempo y el resultado no se producirá de la forma prevista ni en el instante elegido, así que la gente suele desistir y se conforma con poner bombas en el centro de las ciudades.
El Círculo era uno de los complejos arqueológicos más grandes de Europa. Su nombre precedía de su forma esférica, en la que durante unos años unos físicos sin escrúpulos pusieron en peligro la existencia del planeta al introducir partículas y acelerarlas para ver lo que ocurría. Por suerte, esos locos experimentos pronto fueron prohibidos y las instalaciones pasaron a depender de la red de museos arqueológicos Google Knowledge, que se ocupó de mantener en funcionamiento el gran acelerador por si acaso en el futuro necesitaban volver a usarlo.
Dëxter dirigía el museo y pasaba sus días rodeado de jóvenes que explicaban una y otra vez la historia de las instalaciones a los grupos de niños que lo visitaban a diario. El pelirrojo director del Círculo tenía claro lo que quería. Él ansiaba hacer realidad el sueño que tuviese el profético autor del Apocalipsis. Sería imposible congregar a los ángeles y a los jinetes, pero seguramente no serían más que figuras alegóricas cuya presencia no era en absoluto imprescindible. Los ángeles habían de ser los quarks y los jinetes los neutrinos. No cabía otra interpretación posible para un físico cristiano como el obcecado Dëxter.
Mientras los becarios arreglaban el acelerador para una prueba rutinaria, él usó el supercomputador del centro para saber cómo podía servirse del Círculo par destruir el mundo. Pese a la potencia del sistema informático, el desafortunado huérfano no lograba dar con la clave para desencadenar el fin de los días como él tenía en mente.
Un miércoles al mediodía coincidió en el comedor con un joven homosexual llamado Alëx. Seguro que aquel muchacho hubiera despertado las simpatías de Adöga. Ella siempre tenía buenas palabras con los depravados mientras subrepticiamente intentaba reconvenirlos por sus perversas conductas. Por mero entretenimiento reveló al becario parte de su apocalíptico plan, pero lo hizo de una manera en la que quedó convenientemente disfrazado bajo una capa de supuestos y metáforas. Alëx sabía que lo que iba a decir era un disparate, pero como su belleza servía para que cualquier falta o atrevimiento fuese rápidamente disculpado y olvidado, se decidió a decir en voz alta un pensamiento que le rondaba por la cabeza desde que el director le explicase con fingida indiferencia aquel problema teórico irresoluble.
-¿Y no podría ser que si se introdujese una trompeta en el acelerador, se produjese la reacción esperada?- preguntó Alexander con una media sonrisa que dejaba entrever el tono con el que decía aquella solemne sandez. Aquello dio mucho que pensar a Dëxter, quien unas semanas después, y gracias a la inabarcable potencia de cálculo del ordenador, halló la solución a su gran pregunta. La respuesta era cuatro, cuatro trompetas debía introducir en el acelerador para que con una posibilidad de cerca de uno contra cuatro se produjera el efecto por él deseado. Cualquier otro número de trompetas resultaba ineficaz para conseguir destruir la Tierra. ¿Cómo era posible que no se le hubiera ocurrido antes?
Aquello no le gustó a Dëxter en absoluto, pues quería decir que la probabilidad de destruir el mundo a la primera no era muy alta. Si fallaba y lo intentaba de nuevo, otra vez la probabilidad sería de uno contra cuatro. Un instante más tarde el subdirector calculó el porcentaje de éxito esperado con cada nuevo intento. Así podría hacerse una idea de cuantas trompetas debería comprar. No era cuestión de llenar su habitación de cajas si no iba a ser necesario.
Podía estar prácticamente seguro de que como mucho con cinco intentos llevaría a cabo su misión y así podría honrar la memoria de su madre. Decidió encargar veinte trompetas y así tuvo casi la certeza de que lograría su cometido. Su mentalidad racional le decía que el número elegido era suficiente para no tener que hacer otro pedido más adelante y no tan grande como para que los problemas de espacio le impidiesen seguir bailando salsa en su pequeño apartamento.
El Círculo era uno de los complejos arqueológicos más grandes de Europa. Su nombre precedía de su forma esférica, en la que durante unos años unos físicos sin escrúpulos pusieron en peligro la existencia del planeta al introducir partículas y acelerarlas para ver lo que ocurría. Por suerte, esos locos experimentos pronto fueron prohibidos y las instalaciones pasaron a depender de la red de museos arqueológicos Google Knowledge, que se ocupó de mantener en funcionamiento el gran acelerador por si acaso en el futuro necesitaban volver a usarlo.
Dëxter dirigía el museo y pasaba sus días rodeado de jóvenes que explicaban una y otra vez la historia de las instalaciones a los grupos de niños que lo visitaban a diario. El pelirrojo director del Círculo tenía claro lo que quería. Él ansiaba hacer realidad el sueño que tuviese el profético autor del Apocalipsis. Sería imposible congregar a los ángeles y a los jinetes, pero seguramente no serían más que figuras alegóricas cuya presencia no era en absoluto imprescindible. Los ángeles habían de ser los quarks y los jinetes los neutrinos. No cabía otra interpretación posible para un físico cristiano como el obcecado Dëxter.
Mientras los becarios arreglaban el acelerador para una prueba rutinaria, él usó el supercomputador del centro para saber cómo podía servirse del Círculo par destruir el mundo. Pese a la potencia del sistema informático, el desafortunado huérfano no lograba dar con la clave para desencadenar el fin de los días como él tenía en mente.
Un miércoles al mediodía coincidió en el comedor con un joven homosexual llamado Alëx. Seguro que aquel muchacho hubiera despertado las simpatías de Adöga. Ella siempre tenía buenas palabras con los depravados mientras subrepticiamente intentaba reconvenirlos por sus perversas conductas. Por mero entretenimiento reveló al becario parte de su apocalíptico plan, pero lo hizo de una manera en la que quedó convenientemente disfrazado bajo una capa de supuestos y metáforas. Alëx sabía que lo que iba a decir era un disparate, pero como su belleza servía para que cualquier falta o atrevimiento fuese rápidamente disculpado y olvidado, se decidió a decir en voz alta un pensamiento que le rondaba por la cabeza desde que el director le explicase con fingida indiferencia aquel problema teórico irresoluble.
-¿Y no podría ser que si se introdujese una trompeta en el acelerador, se produjese la reacción esperada?- preguntó Alexander con una media sonrisa que dejaba entrever el tono con el que decía aquella solemne sandez. Aquello dio mucho que pensar a Dëxter, quien unas semanas después, y gracias a la inabarcable potencia de cálculo del ordenador, halló la solución a su gran pregunta. La respuesta era cuatro, cuatro trompetas debía introducir en el acelerador para que con una posibilidad de cerca de uno contra cuatro se produjera el efecto por él deseado. Cualquier otro número de trompetas resultaba ineficaz para conseguir destruir la Tierra. ¿Cómo era posible que no se le hubiera ocurrido antes?
Aquello no le gustó a Dëxter en absoluto, pues quería decir que la probabilidad de destruir el mundo a la primera no era muy alta. Si fallaba y lo intentaba de nuevo, otra vez la probabilidad sería de uno contra cuatro. Un instante más tarde el subdirector calculó el porcentaje de éxito esperado con cada nuevo intento. Así podría hacerse una idea de cuantas trompetas debería comprar. No era cuestión de llenar su habitación de cajas si no iba a ser necesario.
Podía estar prácticamente seguro de que como mucho con cinco intentos llevaría a cabo su misión y así podría honrar la memoria de su madre. Decidió encargar veinte trompetas y así tuvo casi la certeza de que lograría su cometido. Su mentalidad racional le decía que el número elegido era suficiente para no tener que hacer otro pedido más adelante y no tan grande como para que los problemas de espacio le impidiesen seguir bailando salsa en su pequeño apartamento.