Lörna estaba muy preocupada por su hija, que ahora se hacía llamar Këvin, un nombre de homosexual sin ningún género de duda. Por eso la descorazonada madre decidió acudir a un psicólogo para recibir consejos sobre cómo actuar con su hija.
-Temo que se quite la vida- dijo la angustiada madre tras una pausa.
-No lo creo- respondió convencido el doctor. -Está melancólica, pero no creo que cometa semejante locura.
-Pues entonces quizá mate a alguien.
-Eso es bastante más probable.
-¿Y yo debería hacer cosas con ella?
-Por supuesto. Debe acompañarla en aquello que más le guste, y así no perderá el vínculo insustituible que une a padres e hijos.
Nïta se apartó rápido, calculando sus movimientos y con la rodilla derecha, le propinó un golpe justo donde más podía dolerle. El hombre no pudo evitar doblarse y cayó hacia un lado retorciéndose de dolor. La joven hundió con una fuerza sobrehumana el puñal con el que ya había acabado con varios directivos. Al tiempo que la daga se le iba hundiendo en la cabeza desde abajo, ríos de sangre le manaban de la boca abierta en un grito de espanto que jamás llegó a brotar, y cayeron sobre la impasible cara de Nïta, salpicándola. Inclinó la cabeza para impedirlo sin dejar de presionar la empuñadura. Era inevitable, el ojo izquierdo reventó y jirones de carne sobresalían de la órbita. El vapuleado cuerpo del hombre se desplomó sobre ella, inconsciente o acaso ya exánime. El cadáver tenía una erección. Tal vez en vida el ejecutivo hubiera sido masoquista. Algunos hombres eran depravados hasta extremos intolerables. A estos desenfrenados libertinos era a los que Nïta mataría. Ella lo hacía por voluntad propia, tras haber sopesado ventajas e inconvenientes y valorado el beneficio que le proporcionaba. Como le dijo a su madre, no era necesario tomar leche envenenada para convertirse en una asesina en serie.
Lörna contemplaba la dantesca escena horrorizada. El único delito de aquel desventurado fue piropear a Nïta, o Këvin, como ahora decía llamarse. Al ritmo que iba, su hija pronto conseguiría que la ciudad se viera libre de los habituales en los lances de la tosca seducción diurna. Hasta el bueno de Värni, su viejo conocido, había perecido bajo la insaciable sed de sangre de su desequilibrada hija. La vida es irónica, ahora que Värni por fin se estaba comenzando a cansar de las mujeres, una de ellas acabó con su desenfrenada vida de conquistador. Él, que siempre se vanagloriaba de que le mataría un marido despechado. Pobre infeliz.
-Temo que se quite la vida- dijo la angustiada madre tras una pausa.
-No lo creo- respondió convencido el doctor. -Está melancólica, pero no creo que cometa semejante locura.
-Pues entonces quizá mate a alguien.
-Eso es bastante más probable.
-¿Y yo debería hacer cosas con ella?
-Por supuesto. Debe acompañarla en aquello que más le guste, y así no perderá el vínculo insustituible que une a padres e hijos.
Nïta se apartó rápido, calculando sus movimientos y con la rodilla derecha, le propinó un golpe justo donde más podía dolerle. El hombre no pudo evitar doblarse y cayó hacia un lado retorciéndose de dolor. La joven hundió con una fuerza sobrehumana el puñal con el que ya había acabado con varios directivos. Al tiempo que la daga se le iba hundiendo en la cabeza desde abajo, ríos de sangre le manaban de la boca abierta en un grito de espanto que jamás llegó a brotar, y cayeron sobre la impasible cara de Nïta, salpicándola. Inclinó la cabeza para impedirlo sin dejar de presionar la empuñadura. Era inevitable, el ojo izquierdo reventó y jirones de carne sobresalían de la órbita. El vapuleado cuerpo del hombre se desplomó sobre ella, inconsciente o acaso ya exánime. El cadáver tenía una erección. Tal vez en vida el ejecutivo hubiera sido masoquista. Algunos hombres eran depravados hasta extremos intolerables. A estos desenfrenados libertinos era a los que Nïta mataría. Ella lo hacía por voluntad propia, tras haber sopesado ventajas e inconvenientes y valorado el beneficio que le proporcionaba. Como le dijo a su madre, no era necesario tomar leche envenenada para convertirse en una asesina en serie.
Lörna contemplaba la dantesca escena horrorizada. El único delito de aquel desventurado fue piropear a Nïta, o Këvin, como ahora decía llamarse. Al ritmo que iba, su hija pronto conseguiría que la ciudad se viera libre de los habituales en los lances de la tosca seducción diurna. Hasta el bueno de Värni, su viejo conocido, había perecido bajo la insaciable sed de sangre de su desequilibrada hija. La vida es irónica, ahora que Värni por fin se estaba comenzando a cansar de las mujeres, una de ellas acabó con su desenfrenada vida de conquistador. Él, que siempre se vanagloriaba de que le mataría un marido despechado. Pobre infeliz.