Tras una noche en la que padre e hijo ejecutaron artísticamente posturas imposibles, llegó el alba y con el sol acudieron a ellos los problemas que oculta la embaucadora noche.
-Sören, yo soy… tu hijo.
-No, eso es imposible, yo…
-Debería habértelo dicho antes, pero no encontré el momento propicio.
-¿Ah, sí? ¿Tú crees? ¿No pudiste decírmelo antes de que nos hubiéramos acostado?
-Lo siento.
-No te disculpes. Si quieres llamarte hijo mío, tienes que actuar como tal. Nosotros no nos disculpamos, ni tampoco pedimos las cosas por favor. Y además no te andes por las ramas, se directo cuando quieras algo. Si no actúas así, parecerá que eres humilde y apocado.
-Gracias por el consejo, papi.
-Tampoco digas gracias si no es estrictamente necesario, y créeme, nunca lo es.
-Jo, das unos consejos muy buenos.
-No te prodigues en alabanzas, eso degrada al que las ofrece y sólo hace crecer la vanidad del que las recibe, lo que no es necesariamente bueno.
-Bueno... ¿Vamos a desayunar?
-Y tu madre, ¿no estará preocupada?
-No creo, le dije que estaba hasta el culo de ella y que me mudaba contigo. Tengo mi equipaje en la consigna de la estación. Quiero quedarme a vivir aquí.
En ese momento se abrió la puerta y entró Imär, el veinteañero novio de Sören. Alëx le conocía de vista. Era un ciclista engreído con el que seguro que no se iba a llevar bien. Él no congeniaba con las personas monotemáticas, y el barbilampiño Imär lo era sin ninguna duda. Ciclismo, ciclismo, ciclismo. No sabía hablar de otra cosa.
Cuando el hipócrita de Imär hubo dejado de reír al enterarse de que el hijo de Sören iba a quedarse a vivir con ellos, pudo comprobar que Alëx no le caía nada bien. Era locuaz en extremo, no tenía suficiente tono muscular y ni siquiera conocía el nombre de los equipos ciclistas más importantes. Con alguien así no había nada que hacer. Para relajar un poco el tenso ambiente, Imär tuvo la genial idea de ponerse a cantar algo vacilón: Papi, papi, papichulo, papi, papi, ven a mí…
-Sören, yo soy… tu hijo.
-No, eso es imposible, yo…
-Debería habértelo dicho antes, pero no encontré el momento propicio.
-¿Ah, sí? ¿Tú crees? ¿No pudiste decírmelo antes de que nos hubiéramos acostado?
-Lo siento.
-No te disculpes. Si quieres llamarte hijo mío, tienes que actuar como tal. Nosotros no nos disculpamos, ni tampoco pedimos las cosas por favor. Y además no te andes por las ramas, se directo cuando quieras algo. Si no actúas así, parecerá que eres humilde y apocado.
-Gracias por el consejo, papi.
-Tampoco digas gracias si no es estrictamente necesario, y créeme, nunca lo es.
-Jo, das unos consejos muy buenos.
-No te prodigues en alabanzas, eso degrada al que las ofrece y sólo hace crecer la vanidad del que las recibe, lo que no es necesariamente bueno.
-Bueno... ¿Vamos a desayunar?
-Y tu madre, ¿no estará preocupada?
-No creo, le dije que estaba hasta el culo de ella y que me mudaba contigo. Tengo mi equipaje en la consigna de la estación. Quiero quedarme a vivir aquí.
En ese momento se abrió la puerta y entró Imär, el veinteañero novio de Sören. Alëx le conocía de vista. Era un ciclista engreído con el que seguro que no se iba a llevar bien. Él no congeniaba con las personas monotemáticas, y el barbilampiño Imär lo era sin ninguna duda. Ciclismo, ciclismo, ciclismo. No sabía hablar de otra cosa.
Cuando el hipócrita de Imär hubo dejado de reír al enterarse de que el hijo de Sören iba a quedarse a vivir con ellos, pudo comprobar que Alëx no le caía nada bien. Era locuaz en extremo, no tenía suficiente tono muscular y ni siquiera conocía el nombre de los equipos ciclistas más importantes. Con alguien así no había nada que hacer. Para relajar un poco el tenso ambiente, Imär tuvo la genial idea de ponerse a cantar algo vacilón: Papi, papi, papichulo, papi, papi, ven a mí…