Era noche cerrada y había tormenta, de vez en cuando la estancia se iluminaba con un rayo cuyo fulgor dejaba pasar la celosía entreabierta. Tras la cegadora luz siempre llegaba un trueno ensordecedor. La brisa en la cara recordaba a Alëx una primavera inacabada que jamás tuvo lugar. Todo era tan evocador que si el tema no suprimiese la melancolía, a estas alturas los congregados en torno a los woks se encontrarían llorando al unísono por el pasado perdido y el futuro negado.
Estaban todos presentes: los abuelos, Könrad y Bësta, sus hijos, Ihrën y Lörna y les acompañaban Sören, Ingrid, Alex e Imär. Nïta acababa de llegar mojada de pies a cabeza por no llevar paraguas. Todos estaban saciados tras dar buena cuenta del contenido de varios woks tamaño familiar. Se habían reunido para celebrar el Día de la Tierra, una fiesta cuyos orígenes se perdían en la más remota antigüedad. En ese día se conmemoraba la fecha en la que desapareció el poco hielo que quedaba en la Antártida. Así pudo pasar a ser propiedad de Google Corporation y un consorcio de multinacionales que pudieron utilizar los abundantes recursos que hasta entonces habían estado desaprovechados de forma escandalosa.
El Día de la Tierra era un día especial por muchas razones. Sobre las ciudades se lanzaban misiles tierra-aire con nitrato de plata para provocar la aparición de nubes que con suerte, como este año, provocaban tormenta. También en ese día era tradición regalar un libro de papel, una reliquia cada vez más cotizada. Aquel 22 de abril fue especial porque Sören iba a presentar a su hijo Alëx, a sus antiguas parejas, los hermanos Ihrën y Lörna. Se sorprendieron lo justo, pues de Sören cabía esperar cualquier cosa. El problema fue cuando al joven e insensato Imär, el hijo de Ihrën e Ingrid se le escapó un afectuoso ‘cariño’ al pasar la pimienta a Sören. Todos empezaron a echar espuma por la boca, una forma figurada de aludir a un estado casi cataléptico en el que se comienza hablar a gritos sin apenas escuchar lo que dicen los demás. Algo que, al contrario de lo que podríamos imaginar si tuvimos la suerte de ser huérfanos, ocurre muy a menudo en todas las familias.
La acalorada conversación degeneró pronto en una estruendosa algarabía en la que se dijeron cosas que llevaban mucho tiempo esperando surgir en cuanto se presentara la menor oportunidad. Pasarían bastantes años hasta que Ihrën y Sören o Ingrid y Lörna se volvieran a dirigir la palabra. Könrad moriría de un infarto al cabo de un par de días. Su ceremonia de ascensión al Wok estuvo acompañada de un tenso silencio y miradas de reproche. Aunque decían culpar a Sören de lo sucedido, en el fondo sabían que el causante de todos los males era, como siempre, Imär Mälden, el botarate que no era merecedor de llevar ese apellido.
Estaban todos presentes: los abuelos, Könrad y Bësta, sus hijos, Ihrën y Lörna y les acompañaban Sören, Ingrid, Alex e Imär. Nïta acababa de llegar mojada de pies a cabeza por no llevar paraguas. Todos estaban saciados tras dar buena cuenta del contenido de varios woks tamaño familiar. Se habían reunido para celebrar el Día de la Tierra, una fiesta cuyos orígenes se perdían en la más remota antigüedad. En ese día se conmemoraba la fecha en la que desapareció el poco hielo que quedaba en la Antártida. Así pudo pasar a ser propiedad de Google Corporation y un consorcio de multinacionales que pudieron utilizar los abundantes recursos que hasta entonces habían estado desaprovechados de forma escandalosa.
El Día de la Tierra era un día especial por muchas razones. Sobre las ciudades se lanzaban misiles tierra-aire con nitrato de plata para provocar la aparición de nubes que con suerte, como este año, provocaban tormenta. También en ese día era tradición regalar un libro de papel, una reliquia cada vez más cotizada. Aquel 22 de abril fue especial porque Sören iba a presentar a su hijo Alëx, a sus antiguas parejas, los hermanos Ihrën y Lörna. Se sorprendieron lo justo, pues de Sören cabía esperar cualquier cosa. El problema fue cuando al joven e insensato Imär, el hijo de Ihrën e Ingrid se le escapó un afectuoso ‘cariño’ al pasar la pimienta a Sören. Todos empezaron a echar espuma por la boca, una forma figurada de aludir a un estado casi cataléptico en el que se comienza hablar a gritos sin apenas escuchar lo que dicen los demás. Algo que, al contrario de lo que podríamos imaginar si tuvimos la suerte de ser huérfanos, ocurre muy a menudo en todas las familias.
La acalorada conversación degeneró pronto en una estruendosa algarabía en la que se dijeron cosas que llevaban mucho tiempo esperando surgir en cuanto se presentara la menor oportunidad. Pasarían bastantes años hasta que Ihrën y Sören o Ingrid y Lörna se volvieran a dirigir la palabra. Könrad moriría de un infarto al cabo de un par de días. Su ceremonia de ascensión al Wok estuvo acompañada de un tenso silencio y miradas de reproche. Aunque decían culpar a Sören de lo sucedido, en el fondo sabían que el causante de todos los males era, como siempre, Imär Mälden, el botarate que no era merecedor de llevar ese apellido.