Könrad era ingeniero, marido, hijo y wokiano, por este orden. Tenía un ingenio fuera de lo normal. Siempre que le dolía algo se tomaba un analgésico y cuando tenía que levantarse pronto activaba la alarma del reloj despertador. Su perspicacia no tenía límites y su inconmensurabilidad deslumbraría a un ordenador diseñado para lograr abarcar la mismísima infinitud del universo. El verdadero problema de tanta genialidad era que cada vez iba a más, creciendo de forma exponencialmente aterradora, hasta que su ausencia de proporciones hizo que un buen día se pasara de la raya y se convirtiera en un hombre desprovisto de la más minúscula porción de ingenuidad. Pícaro y hostil, comenzó a plantar cara al orden establecido, pero en cuestión de días se vio ahogado por una sensación de culpa cuyo origen permanecerá ignoto. Aquí sólo se insinuará que los poderes fácticos usaron una droga embrutecedora que si bien no acababa con la vida, hacía que ésta pareciese una novela decimonónica con descripciones que seguirán sin final por muchas páginas que pasen. En otras palabras, tal vez más claras y con certeza más concisas: Könrad se pasó de listo, se le vio el plumero, le cortaron las alas y santas pascuas. Este podría ser un buen resumen de su vida desde su ingreso en la universidad hasta sus primeras canas y calva incipiente.
Bësta era la esposa que cualquier padre desearía para su hijo. Era libertina y no le importaba engañar constantemente a su marido con quien se terciase, incluso con su suegro. Siendo tan discreta como era, ¿qué más se le podía pedir? Algo menos de abulia y algo más de busto, ambas cosas podían perceptiblemente reprochársele a la secretaria a tiempo parcial que si bien no era muy ordenada o eficiente, siempre había complacido a su jefe. Bësta era un primor, la tarea más ardua se tornaba simple para ella gracias a las largas cadenas de favores que con tan buen tino organizaba por doquier. Esa era, sin duda alguna, su impronta en el deshumanizado mundo que la había tocado vivir, en el que la frivolidad es lo más parecido al amor.
Könrad y Bësta se casaron. Eran wokianos y se atraían mutuamente. Tras dos años de feliz matrimonio decidieron estar listos para tener un bebé que colmaría de llantos sus noches y de blandas heces las horas más imprevistas. Aquel desolador panorama que Könrad lograba entrever a pesar de las hormonales ensoñaciones de su amada tal vez fuera el desencadenante de la tragedia. Por un irrefrenable deseo de sorpresa, la futura madre no quiso hacerse ecografías en tres dimensiones con las que poder observar con detalle si el bebé estaba sano o si acaso tenía alguna tara evidente o protuberancia sospechosa y había que intervenir. Ella quería ver la carita del recién nacido justo tras el parto. No estaba dispuesta a que una máquina le estropease el instante que había de ser el más feliz de su vida.
El embarazo transcurrió con la más absoluta normalidad. Los antojos se sucedieron en una lista que parecía no tener fin, como el ingenio del cónyuge de la gestante. ¿Dónde podía encontrar el abnegado Könrad aquellos dichosos riñones de liebre? Desde luego, vaya desfachatez tenía Bësta al pedir una víscera de un animal que se encontraba en peligro de extinción. Su precio resultaría prohibitivo y la economía familiar debía prepararse para acoger a un miembro que no venía ni tan siquiera con una rebanada de pan de molde bajo el bracito.
Llegó el alumbramiento, ya de por sí repugnante, y el estupefacto personal del hospital puso en el regazo de Bësta a la pequeña recién nacida. Era horrenda, tan espantosa que no hay comparación posible para dejar claro su grado de fealdad. Bësta se puso a llorar de la amargura que le produjo pensar que había tenido dentro de ella algo así y que encima debía de llevársela a su casa, si es que la niña no se moría antes ahogada por el vómito de alguien que la viera sin estar suficientemente preparado para aquel trance. Bësta lloró tanto y tan fuerte que sus gritos de rabia superaron a los de su hija. Aquello era inaudito, la leyenda de la niña con cara de placenta se extendió por el hospital y más tarde, ya convertida en chistes, circuló por buena parte del planeta. Ninguna embarazada en su sano juicio volvería a comer riñones de liebre. Por suerte, aquello daría un respiro a la pequeña población de ejemplares de esta curiosa especie de conejo gigantesco que sobrevivía entre los riscos de las montañas del inhóspito norte.
Könrad vio a la pequeña monstruosidad a la que daban ganas de arrojar por la ventana. -Deberías haber abortado. Dan ganas de matar a esa cosa. ¿Por qué no te hiciste la puñetera ecografía?- Estas fueron las duras palabras que el todavía incrédulo marido dirigió a su llorosa esposa.
Pero la historia no acaba aquí, pues pasados dos años, Bësta volvió a esperar un bebé. Sin embargo, ahora se sometió a la pertinente ecografía clarificadora que mostró lo fea que iba a ser su segunda descendiente. A pesar de que comparada con la pequeña Lörna aquella niña hubiese podido ser una reina de la belleza, los padres decidieron poner un final prematuro a aquel embarazo que traería al mundo a otro repelente bebé. El cese voluntario del embarazo fue todo un éxito. Cuando el médico fue a darle la noticia al padre mudó su gesto compungido por otro de alivio al ver junto a él a su pequeña hijita, dotada de una fealdad intolerable. El abortista comunicó a Könrad el feliz desenlace de la intervención y le dio su más sincera enhorabuena.
Bësta era la esposa que cualquier padre desearía para su hijo. Era libertina y no le importaba engañar constantemente a su marido con quien se terciase, incluso con su suegro. Siendo tan discreta como era, ¿qué más se le podía pedir? Algo menos de abulia y algo más de busto, ambas cosas podían perceptiblemente reprochársele a la secretaria a tiempo parcial que si bien no era muy ordenada o eficiente, siempre había complacido a su jefe. Bësta era un primor, la tarea más ardua se tornaba simple para ella gracias a las largas cadenas de favores que con tan buen tino organizaba por doquier. Esa era, sin duda alguna, su impronta en el deshumanizado mundo que la había tocado vivir, en el que la frivolidad es lo más parecido al amor.
Könrad y Bësta se casaron. Eran wokianos y se atraían mutuamente. Tras dos años de feliz matrimonio decidieron estar listos para tener un bebé que colmaría de llantos sus noches y de blandas heces las horas más imprevistas. Aquel desolador panorama que Könrad lograba entrever a pesar de las hormonales ensoñaciones de su amada tal vez fuera el desencadenante de la tragedia. Por un irrefrenable deseo de sorpresa, la futura madre no quiso hacerse ecografías en tres dimensiones con las que poder observar con detalle si el bebé estaba sano o si acaso tenía alguna tara evidente o protuberancia sospechosa y había que intervenir. Ella quería ver la carita del recién nacido justo tras el parto. No estaba dispuesta a que una máquina le estropease el instante que había de ser el más feliz de su vida.
El embarazo transcurrió con la más absoluta normalidad. Los antojos se sucedieron en una lista que parecía no tener fin, como el ingenio del cónyuge de la gestante. ¿Dónde podía encontrar el abnegado Könrad aquellos dichosos riñones de liebre? Desde luego, vaya desfachatez tenía Bësta al pedir una víscera de un animal que se encontraba en peligro de extinción. Su precio resultaría prohibitivo y la economía familiar debía prepararse para acoger a un miembro que no venía ni tan siquiera con una rebanada de pan de molde bajo el bracito.
Llegó el alumbramiento, ya de por sí repugnante, y el estupefacto personal del hospital puso en el regazo de Bësta a la pequeña recién nacida. Era horrenda, tan espantosa que no hay comparación posible para dejar claro su grado de fealdad. Bësta se puso a llorar de la amargura que le produjo pensar que había tenido dentro de ella algo así y que encima debía de llevársela a su casa, si es que la niña no se moría antes ahogada por el vómito de alguien que la viera sin estar suficientemente preparado para aquel trance. Bësta lloró tanto y tan fuerte que sus gritos de rabia superaron a los de su hija. Aquello era inaudito, la leyenda de la niña con cara de placenta se extendió por el hospital y más tarde, ya convertida en chistes, circuló por buena parte del planeta. Ninguna embarazada en su sano juicio volvería a comer riñones de liebre. Por suerte, aquello daría un respiro a la pequeña población de ejemplares de esta curiosa especie de conejo gigantesco que sobrevivía entre los riscos de las montañas del inhóspito norte.
Könrad vio a la pequeña monstruosidad a la que daban ganas de arrojar por la ventana. -Deberías haber abortado. Dan ganas de matar a esa cosa. ¿Por qué no te hiciste la puñetera ecografía?- Estas fueron las duras palabras que el todavía incrédulo marido dirigió a su llorosa esposa.
Pero la historia no acaba aquí, pues pasados dos años, Bësta volvió a esperar un bebé. Sin embargo, ahora se sometió a la pertinente ecografía clarificadora que mostró lo fea que iba a ser su segunda descendiente. A pesar de que comparada con la pequeña Lörna aquella niña hubiese podido ser una reina de la belleza, los padres decidieron poner un final prematuro a aquel embarazo que traería al mundo a otro repelente bebé. El cese voluntario del embarazo fue todo un éxito. Cuando el médico fue a darle la noticia al padre mudó su gesto compungido por otro de alivio al ver junto a él a su pequeña hijita, dotada de una fealdad intolerable. El abortista comunicó a Könrad el feliz desenlace de la intervención y le dio su más sincera enhorabuena.