Desde que Sören perdiera un pie sus padres se volcaron en sus cuidados. Löis y Kläus se obsesionaron por su seguridad y ya no le dejaban jugar con nada que no estuviera especialmente diseñado para la infancia. Desde entonces el pequeño Sören pasaba muchas tardes nadando entre las bolas del Mc Donald’s cercano a su casa. Allí, mientras los padres se distraían discutiendo, con el móvil o discutiendo por el móvil las más veces, Sören presenció cómo dos niños de su edad zarandeaban a una niña que se dejaba hacer como una muñeca de trapo inerte. Mientras la sacudían se reían de lo rara que era. La niña estaba de espaldas y su alborotado pelo con las puntas abiertas dibujaba infinitos en el aire mientras se movía rítmicamente en una humillación que no tenía fin. Otros dos niños más alejados le lanzaban pelotas mientras la ultrajaban con un odio impropio de su edad. ¿Sería acaso judía?
A pesar de los recelos que el cojito albergaba respecto a la raza de la maltratadita, decidió intervenir porque no le parecía bien que la hicieran esas cosas tanto rato seguido. Si había que darle una paliza, se le daba, y luego tan amigos. Lo que era inadmisible era el ensañamiento. Una tortura continuada puede ser peor que un tiro a bocajarro. Su abuelo le había inculcado altos valores morales con los que el niño podría en un futuro llevar a cabo un ERE o una limpieza étnica sin la menor vacilación.
-¡Dejadla empaz!
-¿Por qué no te metes en tus asuntos?
-He dicho que la soltéis. No lo repetiré.
Algo les dijo a los pequeños aspirantes a antidisturbios que se enfrentaban a un enemigo poderoso. Sören tenía los atributos propios de un macho alfa a pesar de su corta edad. En su colegio sabían que en el fondo era una nenaza, pero en apariencia pasaba por alguien temible con quien no valía la pena enfrentarse. Además, cuando entornaba los ojos su expresión se volvía perturbada. Los niños soltaron a la pequeña, que cayó al suelo arrodillada. Sören acudió a levantarla, le asió por las muñecas e hizo fuerza para ayudarle a ponerse en pie. Al mirar su rostro el instinto hizo que la soltara. La niña volvió a caer sobre las bolas de colores que animaban la escena. Sören se repuso y ayudó a levantar a la desagradable chiquilla.
-Me llamo Sören. ¿Estás bien?
-Yo soy Lörna. Muchas gracias por ayudarme, Sören. - La niña se relamía con cada una de las sílabas del nombre de su salvador. “Söööreeen” dijo esbozando una sonrisa que hacía de su cara un lienzo picassiano.
-No tiene importancia. ¡Hasta luego, eh!
A pesar de que la niña ya se encontraba de pie no soltaba los brazos de su salvador que en vano trataba de zafarse de su captora. Lörna se había enamorado y no le dejaría partir fácilmente. Sören comprendió que no se podía ir por la vida haciendo el bien sin ton ni son. En el futuro tendría que meterse en sus asuntos y dejar que cada palo aguantase su vela. Ya tenían seis años. Eran mayores como para poder defenderse solitos. Aquellos que no supieran cuidar de sí mismos a esa edad seguramente no aprenderían nunca, así que mejor no esforzarse en salvaguardarlos de los reveses que habrían de sufrir. Al fin y al cabo, cuanto antes se acostumbrasen, mejor sería para ellos. ¿Acaso la niña no estaba soportando estoicamente las vejaciones a las que era sometida? Seguramente ya estaba acostumbrada a padecer esos tormentos. Ahora por culpa de las buenas intenciones de Sören tal vez en el futuro esperaría que apareciera un salvador para librarla de esos ataques. No se puede ir por ahí protegiendo a los débiles. La vida debe seguir su curso.
Mientras Lörna estaba en la piscina de bolas a cargo de su madre, el padre fue a recoger a Ihrën tras las actividades extraescolares a las que le apuntaron para hacer de él un hombre de provecho. Como el padre trabajaba demasiado, llegó media hora tarde y el niño tuvo una experiencia que lo traumatizó de por vida: Un pollo abusó de él.
No tener trabajo es una de las peores cosas que afectan a la moral de una persona. Puede perjudicar más que una ruptura sentimental. Y es que en ambos casos quien sufre la situación siente que no es lo suficientemente bueno para que alguien lo quiera. Si no se es lo suficientemente arrogante se puede caer fácilmente en una depresión. Casi tan malo como no tener trabajo es solo ser capaz de conseguir empleos denigrantes en los que se han de hacer cosas que nos resulten bochornosas. Este era el caso de Aïzan, a quien su pereza al estudiar le había llevado a encadenar un trabajo basura tras otro. Desde hacía un par de semanas su trabajo consistía en disfrazarse de pollo y pasearse por las calles repartiendo folletos del nuevo KFC recién inaugurado. Para mayor humillación, debía cacarear de cuando en cuando al ritmo de “¡El mejor po-po-po-pollo!”.
Aïzan era algo mojigato y eso le permitía no darse cuenta de lo bajo que había caído. Sabía que su vida no era envidiable y que algunos se burlaban de él al verle de esa guisa, pero nunca se llegó a imaginar la conmiseración que despertaba entre sus semejantes. Por suerte para él, un camión lo atropelló mientras se paseaba vestido de cerdo agridulce para anunciar las bondades de un restaurante chino. Ya se iba haciendo mayor y cada vez le costaba más conseguir esos trabajos más propios de adolescentes que necesitan dinero para vicios.
Aquel día Aïzan estaba especialmente harto de hacer el pollo. Estaba casi anocheciendo cuando vio a un niño pequeño completamente solo en la puerta del colegio. Miró a su alrededor y no vio a nadie aparte de ellos dos. Se acercó al niño para gastarle una broma. Aïzan siempre fue un bromista empedernido y no desaprovechaba una oportunidad para sacar a la luz su faceta cómica.
-¡Po, po, pooo, popopopooo, popo, pooo!- Cacareó Aïzan embutido en su traje gallináceo. El niño se quedó petrificado, con los ojos muy abiertos, asombrado y asustado. El pollo gigante continuó cacareando y sujetó al niño de poco más de cuatro años con las alas mientras comenzaba a picotearle la nuca. Tras dos minutos picándole la cabeza, el pollo le dijo al oído: -Todos los pollos sabemos quién eres. Vamos a ir a por ti.- El pollo soltó al contundido chiquillo que se quedó en el sitio, incapaz de moverse de puro pánico. El animal gigante se fue riendo y cacareando.
Cinco minutos más tarde por fin apareció el padre. Al ver a su hijo llorando decidió adormecerlo con narcóticos para evitar la reprimenda de su mujer. Cuando el pequeño Ihrën despertó ya se encontraba en casa. Al contarle a su madre lo que le había sucedido, ésta ya estaba prevenida de que su hijo se había quedado dormido en cuanto su padre lo recogió, así que pensó que todo había sido un sueño. No le costó mucho convencer a su benjamín de que ese pollo gigante no existía. Solo había sido un mal sueño.
A pesar de los recelos que el cojito albergaba respecto a la raza de la maltratadita, decidió intervenir porque no le parecía bien que la hicieran esas cosas tanto rato seguido. Si había que darle una paliza, se le daba, y luego tan amigos. Lo que era inadmisible era el ensañamiento. Una tortura continuada puede ser peor que un tiro a bocajarro. Su abuelo le había inculcado altos valores morales con los que el niño podría en un futuro llevar a cabo un ERE o una limpieza étnica sin la menor vacilación.
-¡Dejadla empaz!
-¿Por qué no te metes en tus asuntos?
-He dicho que la soltéis. No lo repetiré.
Algo les dijo a los pequeños aspirantes a antidisturbios que se enfrentaban a un enemigo poderoso. Sören tenía los atributos propios de un macho alfa a pesar de su corta edad. En su colegio sabían que en el fondo era una nenaza, pero en apariencia pasaba por alguien temible con quien no valía la pena enfrentarse. Además, cuando entornaba los ojos su expresión se volvía perturbada. Los niños soltaron a la pequeña, que cayó al suelo arrodillada. Sören acudió a levantarla, le asió por las muñecas e hizo fuerza para ayudarle a ponerse en pie. Al mirar su rostro el instinto hizo que la soltara. La niña volvió a caer sobre las bolas de colores que animaban la escena. Sören se repuso y ayudó a levantar a la desagradable chiquilla.
-Me llamo Sören. ¿Estás bien?
-Yo soy Lörna. Muchas gracias por ayudarme, Sören. - La niña se relamía con cada una de las sílabas del nombre de su salvador. “Söööreeen” dijo esbozando una sonrisa que hacía de su cara un lienzo picassiano.
-No tiene importancia. ¡Hasta luego, eh!
A pesar de que la niña ya se encontraba de pie no soltaba los brazos de su salvador que en vano trataba de zafarse de su captora. Lörna se había enamorado y no le dejaría partir fácilmente. Sören comprendió que no se podía ir por la vida haciendo el bien sin ton ni son. En el futuro tendría que meterse en sus asuntos y dejar que cada palo aguantase su vela. Ya tenían seis años. Eran mayores como para poder defenderse solitos. Aquellos que no supieran cuidar de sí mismos a esa edad seguramente no aprenderían nunca, así que mejor no esforzarse en salvaguardarlos de los reveses que habrían de sufrir. Al fin y al cabo, cuanto antes se acostumbrasen, mejor sería para ellos. ¿Acaso la niña no estaba soportando estoicamente las vejaciones a las que era sometida? Seguramente ya estaba acostumbrada a padecer esos tormentos. Ahora por culpa de las buenas intenciones de Sören tal vez en el futuro esperaría que apareciera un salvador para librarla de esos ataques. No se puede ir por ahí protegiendo a los débiles. La vida debe seguir su curso.
Mientras Lörna estaba en la piscina de bolas a cargo de su madre, el padre fue a recoger a Ihrën tras las actividades extraescolares a las que le apuntaron para hacer de él un hombre de provecho. Como el padre trabajaba demasiado, llegó media hora tarde y el niño tuvo una experiencia que lo traumatizó de por vida: Un pollo abusó de él.
No tener trabajo es una de las peores cosas que afectan a la moral de una persona. Puede perjudicar más que una ruptura sentimental. Y es que en ambos casos quien sufre la situación siente que no es lo suficientemente bueno para que alguien lo quiera. Si no se es lo suficientemente arrogante se puede caer fácilmente en una depresión. Casi tan malo como no tener trabajo es solo ser capaz de conseguir empleos denigrantes en los que se han de hacer cosas que nos resulten bochornosas. Este era el caso de Aïzan, a quien su pereza al estudiar le había llevado a encadenar un trabajo basura tras otro. Desde hacía un par de semanas su trabajo consistía en disfrazarse de pollo y pasearse por las calles repartiendo folletos del nuevo KFC recién inaugurado. Para mayor humillación, debía cacarear de cuando en cuando al ritmo de “¡El mejor po-po-po-pollo!”.
Aïzan era algo mojigato y eso le permitía no darse cuenta de lo bajo que había caído. Sabía que su vida no era envidiable y que algunos se burlaban de él al verle de esa guisa, pero nunca se llegó a imaginar la conmiseración que despertaba entre sus semejantes. Por suerte para él, un camión lo atropelló mientras se paseaba vestido de cerdo agridulce para anunciar las bondades de un restaurante chino. Ya se iba haciendo mayor y cada vez le costaba más conseguir esos trabajos más propios de adolescentes que necesitan dinero para vicios.
Aquel día Aïzan estaba especialmente harto de hacer el pollo. Estaba casi anocheciendo cuando vio a un niño pequeño completamente solo en la puerta del colegio. Miró a su alrededor y no vio a nadie aparte de ellos dos. Se acercó al niño para gastarle una broma. Aïzan siempre fue un bromista empedernido y no desaprovechaba una oportunidad para sacar a la luz su faceta cómica.
-¡Po, po, pooo, popopopooo, popo, pooo!- Cacareó Aïzan embutido en su traje gallináceo. El niño se quedó petrificado, con los ojos muy abiertos, asombrado y asustado. El pollo gigante continuó cacareando y sujetó al niño de poco más de cuatro años con las alas mientras comenzaba a picotearle la nuca. Tras dos minutos picándole la cabeza, el pollo le dijo al oído: -Todos los pollos sabemos quién eres. Vamos a ir a por ti.- El pollo soltó al contundido chiquillo que se quedó en el sitio, incapaz de moverse de puro pánico. El animal gigante se fue riendo y cacareando.
Cinco minutos más tarde por fin apareció el padre. Al ver a su hijo llorando decidió adormecerlo con narcóticos para evitar la reprimenda de su mujer. Cuando el pequeño Ihrën despertó ya se encontraba en casa. Al contarle a su madre lo que le había sucedido, ésta ya estaba prevenida de que su hijo se había quedado dormido en cuanto su padre lo recogió, así que pensó que todo había sido un sueño. No le costó mucho convencer a su benjamín de que ese pollo gigante no existía. Solo había sido un mal sueño.