Lörna nunca había tenido un amigo de verdad hasta que conoció a Jöhan Eshölz, a quienes todos llamaban Jöe. Ambos fueron muy buenos amigos en la infancia, pero como suele acontecer en estos casos cuando uno de los dos se cambió de colegio dejaron de verse y perdieron el contacto. Sin embargo, Jöe nunca olvidó a su única amiga. Aquella niña de mirada dulce a quien jamás le importó el qué dirán.
Jöe se sentía muy desgraciado. No había una sola razón para que se sintiera de esa forma, sino que su depresión se debía a mil pequeñas cosas que si bien es cierto que no hacían de su vida un infierno, la suma de todas ellas convertía su existencia en algo miserable que tenía que acabar cuanto antes.
Jöe era vago. Era feo. Estaba gordo, calvo y parado. Sudaba demasiado. Tenía pelo en la espalda y era bajito. Se tiraba pedos apestosos cada pocos minutos. Además no salía de casa e iba permanentemente vestido con una camiseta de tirantes que habría sido blanca si no fuera tan guarro.
Jöe era vago. Le gustaba la comida precocinada. Compraba online, pagaba con tarjeta y se la llevaban a casa. Era fácil. Era cómodo. A Jöe le gustaban los nuggets de pollo, las croquetas, las empanadillas, los sanjacobos, las empanadas de carne y los fingers de queso. De vez en cuando se cuidaba y también comía sano: varitas de merluza y aros de cebolla hacían que Jöe también probara el pescado y las verduras. El austriaco comía viendo la tele o mirando el ordenador. Apenas hacía otra cosa en todo el día. Comer mientras miraba una pantalla. Hurgarse los mocos mientras miraba una pantalla. Masturbarse mientras miraba una pantalla.
Jöe era feo. Lo sabía desde pequeño. Nadie tuvo que explicárselo. Lo supo desde que su memoria le alcanzaba. Siempre fue el más feo de su clase, el más feo de su grupo de catequesis. Sólo Lörna, su única amiga de verdad, era tan fea como él. No era el tipo de feo que con suerte podrá encontrar novia gracias a su forma de ser. Era el tipo de feo que tendría suerte si alguna mujer no apartaba la cara cuando en las presentaciones se veía obligada a darle dos besos en las mejillas. Jöe era feo hasta decir basta: la boca minúscula y torcida en un inquietante mohín, la nariz aguileña, los ojos saltones, las orejas pequeñas, la frente que parecía no acabar nunca, incluso antes de quedarse calvo. Todo en su cara era feo, contrahecho y desproporcionado. Jöhan Eshölz fue un niño feo. Sus padres lo sabían y nunca se esforzaron en cuidar demasiado su apariencia. No había nada que hacer.
Estaba gordo. Estaba tremendo. Hay personas a quienes el sobrepeso les confiere una belleza natural. Son personas risueñas, siempre con una palabra agradable en la boca, cuando no la tienen llena de comida, por supuesto. La mayoría de los gordos son así, son gordos hechos a base de dulces. Son gordos guapos, gordos con los que te apetece estar, gordos a quienes abrazar. Sin embargo Jöe no estaba entre estos gordos. Él era el gordo hecho a partir de la ansiedad. El tipo de gordo que se hace poco a poco a base de embutido, de queso, de untar demasiado pan en los huevos fritos con patatas y beicon. El niño gordo del bollycao que intenta reemplazar el amor materno. El adolescente gordo a quien su padre le obliga a ir a la piscina, y ante la vergüenza de mostrar sus pechos, más grandes que los de sus compañeras de clase, jamás se quita la camiseta en todo el verano. Una camiseta manchada del chocolate del helado. Una camiseta que es el signo de su cobardía y de su falta de autoestima. ¡Mira, ahí va el gordo!
Estaba calvo. Desde los veinte años tenía entradas. Hay hombres a los que la calvicie les queda bien y están mejor que cuando tenían pelo. En cualquier caso ser calvo no es nada de lo que avergonzarse, es tan natural como ser rubio, moreno o pelirrojo. Las personas superficiales valoran el pelo, pero quienes trascienden ese pueril estado en el que solo lo externo importa no dan mayor importancia a la calvicie. Jöhan tenía el pelo graso y aunque sus padres le obligaban a ducharse cada mañana, cuando llegaba la noche parecía que lo tenía engominado. Antes de los veinticinco estaba completamente calvo. Su cabeza bulbosa llena de irregularidades haría las delicias del buen catador de melones de piel de sapo.
Estaba parado. Nunca trabajó. Dejó el instituto con diecisiete años y desde entonces fue saliendo cada vez menos de su casa hasta que acabó por no salir nunca. Al poco de cumplir los treinta y cinco sus padres fallecieron en un accidente de tráfico. El día de su entierro fue la última vez que Jöe pisó la calle. Desde entonces se convirtió en un ermitaño que envejecía sin que nadie lo pudiera percibir.
Sudaba demasiado. Desde que era adolescente Jöhan sudaba a mares aunque estuviera sentado. Su sudor tenía un olor almizclado muy fuerte que se hacía notar a más de diez metros de distancia con el viento en contra. El trance de subir con Jöe en el ascensor exigía un estoicismo sobrehumano. ¿Cuántos segundos puede aguantar sin respirar un ser humano? Jöe vivía en el séptimo. Los vecinos del octavo exigían en todas las juntas de vecinos que cambiasen el ascensor. Era demasiado lento.
El ermitaño amargado tenía pelo en la espalda. No era el vello suave que no molesta a la vista. El pelo de Jöe era tan tupido como el de su cabeza, antes de que se quedara calvo. Parecía que el pelo se hubiera extendido impulsado por la gravedad. En su pelo de la espalda se podían hacer trenzas, coletas y tupés. Si alguien se lo hubiera cortado bien hubiera servido para hacer dos bisoñés. Era de un color negro y de una textura fibrosa. Era ondulado y cubría su espalda, conectando con el vello que se extendía por sus nalgas y seguía hacia delante, continuando por la tripa prominente y los pechos de apariencia nutricia, cubiertos también de pelo. Pechos peludos sobre todo en la zona de los pezones, en donde se arremolinaban mechones que difícilmente pudieran haber sido considerados vello, aunque la zona donde estaban aconsejaba tal nombre.
Jöe era bajito. Esto no es malo en sí mismo. La altura es algo que no se nota tanto en horizontal. Y lo verdaderamente importante siempre sucede en horizontal. Las mujeres dan a luz tumbadas, tumbados pasamos nuestras horas de sueño. Practicar sexo en la cama es mucho más descansado que hacerlo en el asiento de un coche, o en un sofá. En la cama todo es mejor. Estas líneas se escriben desde la comodidad de una cama. Jöe era bajito, quédate con esa idea.
Se tiraba pedos apestosos. Padecer la peste bubónica y morir entre indecibles sufrimientos mientras los ganglios purulentos se te revientan es preferible a aspirar el aire que pasó por el intestino de nuestro protagonista. Ese aire tenía cientos de compuestos además del metano, como el café tiene cientos de compuestos además de la cafeína. Este cóctel es lo que da en ambos casos ese olor tan característico.
Jöe no podía sentarse en el pupitre del fondo porque era miope. Los profesores se cuidaban de que no se sentase en primera fila para evitar su nauseabundo olor, pero siempre tuvo un compañero en el pupitre de atrás. Mänfred, el bueno de Mänfred. Décadas después Mänfred seguía despertándose sobresaltado implorando entre lágrimas: “no Jöe, por favor, no lo hagas, no por favor, no te tires otro”.
No salía de casa e iba permanentemente vestido con una camiseta de tirantes que habría sido blanca si Jöe no fuera tan guarro. No te puedes imaginar lo guarro que era Jöe. Todo lo que diga es poco. Jöe dejó de usar desodorante porque cuando se pasaba el roll-on por el sobaco lo dejaba impregnado de su olor. Al cabo de unos pocos usos el desodorante se había vuelto inservible. El de espray tampoco era una solución porque el olor se mezclaba con el de Jöe y hacía que pareciese una prostituta que acabara de hacer doble turno.
Como dijimos en un principio, Jöe decidió poner fin a su dolor e intentó suicidarse. El método elegido fue el ahorcamiento. No quería explotar su casa porque le daban pena sus vecinos. Bastante mal se lo había hecho pasar ya. Las pastillas eran para maricones y la sangre le daba asco, así que cortarse las venas estaba descartado. Definitivamente, ahorcarse era lo más conveniente.
Gracias a su escasa estatura, la barra del armario podía servirle para sostener la cuerda anudada. Se subió al taburete del baño y una vez estuvo bien colocado dio una patada a la banqueta para dejar sus pies colgando, sin posibilidad de alcanzar nada en donde apoyarse. Jöhan comenzó a boquear y a patalear en busca del aire que le faltaba. Cuando ya estaba al borde de la asfixia la barra se quebró con su peso y logró apoyar las puntas de sus pies en el suelo del armario. Tenía que hacer un gran esfuerzo para alcanzar el suelo, pero por fortuna pudo mantenerse en esa postura. De esa guisa empezó a notar un cosquilleo en su bajo vientre. Oleadas de sensaciones nunca antes experimentadas se agolpaban en su espalda y subían por su columna hasta alcanzar su pecho y su cabeza. Un orgasmo tras otro se abrían paso en el interior del confundido Jöe, que perdió las ganas de morir. Tras diez minutos en esa posición, cuando ya pensaba que no podía aguantar más y con todos sus esfínteres relajados, la barra acabó de romperse y Jöe pudo liberar su cuello de esa cuerda.
Uno a uno Jöhan Eshölz fue probando todos los armarios de su casa. El de la entrada resulto ser el más resistente. El hombre pasaba horas dentro, con su amada cuerda rodeando su cuello, abrazando su enrojecida papada. Jöe era feliz, hasta que un día algo salió mal. El nudo estaba demasiado alto, los pies no le alcanzaban el suelo. Estaba allí a dos centímetros, tan cerca, tan lejos. El forense no tuvo la menor duda: asfixia autoerótica. Ciento treinta y seis kilos pudriéndose en el armario de la entrada.
Lörna se sorprendió al saberse la única heredera de su amigo de la infancia. ¡Cuánto tiempo había pasado desde entonces! ¡Qué final tan trágico para aquel niño con el compartió tanto! ¡Qué montón de dinero imprevisto!
Jöe se sentía muy desgraciado. No había una sola razón para que se sintiera de esa forma, sino que su depresión se debía a mil pequeñas cosas que si bien es cierto que no hacían de su vida un infierno, la suma de todas ellas convertía su existencia en algo miserable que tenía que acabar cuanto antes.
Jöe era vago. Era feo. Estaba gordo, calvo y parado. Sudaba demasiado. Tenía pelo en la espalda y era bajito. Se tiraba pedos apestosos cada pocos minutos. Además no salía de casa e iba permanentemente vestido con una camiseta de tirantes que habría sido blanca si no fuera tan guarro.
Jöe era vago. Le gustaba la comida precocinada. Compraba online, pagaba con tarjeta y se la llevaban a casa. Era fácil. Era cómodo. A Jöe le gustaban los nuggets de pollo, las croquetas, las empanadillas, los sanjacobos, las empanadas de carne y los fingers de queso. De vez en cuando se cuidaba y también comía sano: varitas de merluza y aros de cebolla hacían que Jöe también probara el pescado y las verduras. El austriaco comía viendo la tele o mirando el ordenador. Apenas hacía otra cosa en todo el día. Comer mientras miraba una pantalla. Hurgarse los mocos mientras miraba una pantalla. Masturbarse mientras miraba una pantalla.
Jöe era feo. Lo sabía desde pequeño. Nadie tuvo que explicárselo. Lo supo desde que su memoria le alcanzaba. Siempre fue el más feo de su clase, el más feo de su grupo de catequesis. Sólo Lörna, su única amiga de verdad, era tan fea como él. No era el tipo de feo que con suerte podrá encontrar novia gracias a su forma de ser. Era el tipo de feo que tendría suerte si alguna mujer no apartaba la cara cuando en las presentaciones se veía obligada a darle dos besos en las mejillas. Jöe era feo hasta decir basta: la boca minúscula y torcida en un inquietante mohín, la nariz aguileña, los ojos saltones, las orejas pequeñas, la frente que parecía no acabar nunca, incluso antes de quedarse calvo. Todo en su cara era feo, contrahecho y desproporcionado. Jöhan Eshölz fue un niño feo. Sus padres lo sabían y nunca se esforzaron en cuidar demasiado su apariencia. No había nada que hacer.
Estaba gordo. Estaba tremendo. Hay personas a quienes el sobrepeso les confiere una belleza natural. Son personas risueñas, siempre con una palabra agradable en la boca, cuando no la tienen llena de comida, por supuesto. La mayoría de los gordos son así, son gordos hechos a base de dulces. Son gordos guapos, gordos con los que te apetece estar, gordos a quienes abrazar. Sin embargo Jöe no estaba entre estos gordos. Él era el gordo hecho a partir de la ansiedad. El tipo de gordo que se hace poco a poco a base de embutido, de queso, de untar demasiado pan en los huevos fritos con patatas y beicon. El niño gordo del bollycao que intenta reemplazar el amor materno. El adolescente gordo a quien su padre le obliga a ir a la piscina, y ante la vergüenza de mostrar sus pechos, más grandes que los de sus compañeras de clase, jamás se quita la camiseta en todo el verano. Una camiseta manchada del chocolate del helado. Una camiseta que es el signo de su cobardía y de su falta de autoestima. ¡Mira, ahí va el gordo!
Estaba calvo. Desde los veinte años tenía entradas. Hay hombres a los que la calvicie les queda bien y están mejor que cuando tenían pelo. En cualquier caso ser calvo no es nada de lo que avergonzarse, es tan natural como ser rubio, moreno o pelirrojo. Las personas superficiales valoran el pelo, pero quienes trascienden ese pueril estado en el que solo lo externo importa no dan mayor importancia a la calvicie. Jöhan tenía el pelo graso y aunque sus padres le obligaban a ducharse cada mañana, cuando llegaba la noche parecía que lo tenía engominado. Antes de los veinticinco estaba completamente calvo. Su cabeza bulbosa llena de irregularidades haría las delicias del buen catador de melones de piel de sapo.
Estaba parado. Nunca trabajó. Dejó el instituto con diecisiete años y desde entonces fue saliendo cada vez menos de su casa hasta que acabó por no salir nunca. Al poco de cumplir los treinta y cinco sus padres fallecieron en un accidente de tráfico. El día de su entierro fue la última vez que Jöe pisó la calle. Desde entonces se convirtió en un ermitaño que envejecía sin que nadie lo pudiera percibir.
Sudaba demasiado. Desde que era adolescente Jöhan sudaba a mares aunque estuviera sentado. Su sudor tenía un olor almizclado muy fuerte que se hacía notar a más de diez metros de distancia con el viento en contra. El trance de subir con Jöe en el ascensor exigía un estoicismo sobrehumano. ¿Cuántos segundos puede aguantar sin respirar un ser humano? Jöe vivía en el séptimo. Los vecinos del octavo exigían en todas las juntas de vecinos que cambiasen el ascensor. Era demasiado lento.
El ermitaño amargado tenía pelo en la espalda. No era el vello suave que no molesta a la vista. El pelo de Jöe era tan tupido como el de su cabeza, antes de que se quedara calvo. Parecía que el pelo se hubiera extendido impulsado por la gravedad. En su pelo de la espalda se podían hacer trenzas, coletas y tupés. Si alguien se lo hubiera cortado bien hubiera servido para hacer dos bisoñés. Era de un color negro y de una textura fibrosa. Era ondulado y cubría su espalda, conectando con el vello que se extendía por sus nalgas y seguía hacia delante, continuando por la tripa prominente y los pechos de apariencia nutricia, cubiertos también de pelo. Pechos peludos sobre todo en la zona de los pezones, en donde se arremolinaban mechones que difícilmente pudieran haber sido considerados vello, aunque la zona donde estaban aconsejaba tal nombre.
Jöe era bajito. Esto no es malo en sí mismo. La altura es algo que no se nota tanto en horizontal. Y lo verdaderamente importante siempre sucede en horizontal. Las mujeres dan a luz tumbadas, tumbados pasamos nuestras horas de sueño. Practicar sexo en la cama es mucho más descansado que hacerlo en el asiento de un coche, o en un sofá. En la cama todo es mejor. Estas líneas se escriben desde la comodidad de una cama. Jöe era bajito, quédate con esa idea.
Se tiraba pedos apestosos. Padecer la peste bubónica y morir entre indecibles sufrimientos mientras los ganglios purulentos se te revientan es preferible a aspirar el aire que pasó por el intestino de nuestro protagonista. Ese aire tenía cientos de compuestos además del metano, como el café tiene cientos de compuestos además de la cafeína. Este cóctel es lo que da en ambos casos ese olor tan característico.
Jöe no podía sentarse en el pupitre del fondo porque era miope. Los profesores se cuidaban de que no se sentase en primera fila para evitar su nauseabundo olor, pero siempre tuvo un compañero en el pupitre de atrás. Mänfred, el bueno de Mänfred. Décadas después Mänfred seguía despertándose sobresaltado implorando entre lágrimas: “no Jöe, por favor, no lo hagas, no por favor, no te tires otro”.
No salía de casa e iba permanentemente vestido con una camiseta de tirantes que habría sido blanca si Jöe no fuera tan guarro. No te puedes imaginar lo guarro que era Jöe. Todo lo que diga es poco. Jöe dejó de usar desodorante porque cuando se pasaba el roll-on por el sobaco lo dejaba impregnado de su olor. Al cabo de unos pocos usos el desodorante se había vuelto inservible. El de espray tampoco era una solución porque el olor se mezclaba con el de Jöe y hacía que pareciese una prostituta que acabara de hacer doble turno.
Como dijimos en un principio, Jöe decidió poner fin a su dolor e intentó suicidarse. El método elegido fue el ahorcamiento. No quería explotar su casa porque le daban pena sus vecinos. Bastante mal se lo había hecho pasar ya. Las pastillas eran para maricones y la sangre le daba asco, así que cortarse las venas estaba descartado. Definitivamente, ahorcarse era lo más conveniente.
Gracias a su escasa estatura, la barra del armario podía servirle para sostener la cuerda anudada. Se subió al taburete del baño y una vez estuvo bien colocado dio una patada a la banqueta para dejar sus pies colgando, sin posibilidad de alcanzar nada en donde apoyarse. Jöhan comenzó a boquear y a patalear en busca del aire que le faltaba. Cuando ya estaba al borde de la asfixia la barra se quebró con su peso y logró apoyar las puntas de sus pies en el suelo del armario. Tenía que hacer un gran esfuerzo para alcanzar el suelo, pero por fortuna pudo mantenerse en esa postura. De esa guisa empezó a notar un cosquilleo en su bajo vientre. Oleadas de sensaciones nunca antes experimentadas se agolpaban en su espalda y subían por su columna hasta alcanzar su pecho y su cabeza. Un orgasmo tras otro se abrían paso en el interior del confundido Jöe, que perdió las ganas de morir. Tras diez minutos en esa posición, cuando ya pensaba que no podía aguantar más y con todos sus esfínteres relajados, la barra acabó de romperse y Jöe pudo liberar su cuello de esa cuerda.
Uno a uno Jöhan Eshölz fue probando todos los armarios de su casa. El de la entrada resulto ser el más resistente. El hombre pasaba horas dentro, con su amada cuerda rodeando su cuello, abrazando su enrojecida papada. Jöe era feliz, hasta que un día algo salió mal. El nudo estaba demasiado alto, los pies no le alcanzaban el suelo. Estaba allí a dos centímetros, tan cerca, tan lejos. El forense no tuvo la menor duda: asfixia autoerótica. Ciento treinta y seis kilos pudriéndose en el armario de la entrada.
Lörna se sorprendió al saberse la única heredera de su amigo de la infancia. ¡Cuánto tiempo había pasado desde entonces! ¡Qué final tan trágico para aquel niño con el compartió tanto! ¡Qué montón de dinero imprevisto!