Ya era medianoche e iba siendo hora de que los niños pequeños se acostaran. Lörna le dijo a su hijita de siete años que debía irse a la cama. Por respuesta sólo obtuvo gruñidos de desaprobación. Cuando insistió, la pequeña Mälden pataleó y gritó con la misma expresión de odio que un ex-oficial nazi pondría a una judía embarazada de trillizos a la que tuviera que ceder el asiento en el autobús. -¡Cállate, puta! Tú a mí no me mandas.- vociferó el clónico retoño de la antiestética hermana de Ihrën.
Era difícil de creer lo pronto que comenzaba la adolescencia en algunos niños. Menos mal que los padres tienen a su disposición discrecional una suerte de artilugios para doblegar a sus salvajes vástagos. Lörna usó la pistola de dardos tranquilizantes y la de descargas eléctricas. Aquel día fue suficiente con eso y no tuvo que recurrir al dolorosísimo ‘nunchaku de uso costal’. Cuando por fin Nïta se calmó, su madre pudo esposarla al cabecero de la cama y contarle un cuento antes de que se durmiera. ¡Horror, pánico, náuseas y crueldad en la increíble y triste historia del Gato Volador! -el título es sugerente, ¿verdad?- Había una vez un grupo de científicos que estaban hartos de que desde algunas religiones arcaicas se negase la evolución a partir de la teoría de la selección natural. Por eso decidieron que iban a conseguir que un gato volara sin aplicar ningún tipo de ingeniería genética. Para ello rescataron de protectoras de animales de todo el mundo a aproximadamente un millón de gatos y los arrojaron desde diez metros de altura. Los que sobrevivieron tuvieron hijos, que fueron lanzados desde el mismo lugar. Al cabo de varias generaciones, comenzó a aumentar la proporción de gatos que sobrevivían a reiteradas caídas desde esa altura, así que aumentaron el nivel desde el que los lanzaban en medio metro. Tras repetir este proceso un gran número de veces, hubo un grupo de felinos que comenzó a desarrollar una membrana entre las extremidades delanteras y traseras de cada lado que les permitía reducir la velocidad durante la caída. A este tipo de mamífero doméstico se le llamó ‘El Gato Volador’, y se hizo hasta una canción sobre él. Además, ya nadie negó nunca más la evolución, porque se convirtió en un delito condenado con la silla eléctrica tras lograr acallar las voces que argüían que ese experimento poco o nada tenía de ‘natural’. -¿Te ha gustado?-inquirió Lörna. -¡Sí, mami!-respondió Nïta con los ojos embelesados en fantasía. -¿Cantamos la canción del Gato Volador? ¡Porfi, mami! El gato voladooooor, el gato voladooooor, el gato voladooooor, el gato voladooooor. Y dice así: hago como iguana, hago como mosquito, hago como pollito, hago como ballena, hago como vaca... muuuuuu. Pero ustedes lo que quieren es el gato voladooooor, el gato voladooooor, el gato voladooooor, el gato voladooooor. Hubo una fiesta en mi barrio. Llegó Don gato, llegó el gato Tom, llegó el gato Félix, llegó Silvestre, también vino Garfield pero hacía falta un gato. ¿Saben quién es? mmm... El gato volador, el gato volador, el gato volador, el gato volador. Esta es la historia de un gato del que no se sabe nada, nadie supo en vida lo que le pasaba. Llamaron al gato con botas, tragaron pelotas, parecían pendejotas. No sabía lo que pasaba ni lo que sucedía cuando ese gato a mi casa se metía. No caminaba ni se arrastraba, él volaba porque es… El gato volador, el gato volador, el gato volador, el gato volador. Lornïta cerró los ojos, se había dormido. –Que duermas bien, cariño- susurró la maternal Lörna al tiempo que le quitaba las esposas. Al día siguiente, cuando la profesora les preguntó a sus alumnos qué querían ser de mayores, Nïta no lo dudó: Iba a ser científica para hacer volar a los animales y quizás también a las personas. Su maestra se maravilló ante la inocencia infantil. Hacía mucho que los científicos que tenían prohibido hacer volar otra cosa que no fuese sus laboratorios o aviones de papel en las horas muertas. Lo único que les era permitido hacer con los animales era torturarlos sin ningún propósito determinado, pero convenientemente apoyados en el suelo o anclados en la pared. Sören Dazs-Schnäbel, el hombre con el trasero más firme que jamás existió, donó semen impelido por un deseo inexplicable de preservar su carga genética, aunque para ello hubiera sido más razonable valerse de los servicios de una de las empresas de conservación de ADN en vez de procrear y de ese modo perder la mitad de sus genes en la copia, además de combinar la mitad restante con otros genes cualesquiera que con seguridad serían mucho peores que los suyos.
Gracias al irrazonable deseo que tuvo Sören, una científica asocial tuvo un hijo. El carácter reaccionario de la mujer se apreciaba en cualquier detalle de su existencia, ya fuera este crucial o nimio. Por ejemplo, cuando inscribió a su retoño en el registro civil el nombre elegido fue Alexander, un nombre demasiado largo para los gustos imperantes y para colmo sin diéresis. A pesar de sus esfuerzos, su hijo consiguió que todos le llamaran Alex, e incluso a veces lo escribía con dos puntos sobre la e. Alex creció razonablemente rápido, recibió los estímulos sensitivos adecuados para el correcto desarrollo tal como se recogía en una obra clásica de psicología pediátrica. Si en algo falló su madre al cuidarlo fue en sobrevitaminarlo e inframineralizarlo, aunque sus dosis ser mantuvieron siempre dentro del rango de la normalidad. Alex era bellísimo, diríase que remedaba un ángel caído del cielo que acabara de salir de una clínica de cirugía estética. Él, que heredó la inteligencia de su madre, era plenamente consciente de las reacciones que despertaba su aspecto y se aprovechaba de ello. Cuando apenas contaba con quince años, su sistema hormonal comenzó a descontrolarse y quiso averiguar quién era su padre para poder tener contacto con él, conocer sus raíces y descubrir quién era. Para conseguirlo, ante las reiteradas negativas de su madre, acudió a todas las clínicas de fecundación asistida de los alrededores, hasta que en una de ellas halló las respuestas que buscaba. Su padre se llamaba Sören Dazs-Schnäbel, aquello era todo cuanto le podían proporcionar, pero con eso bastaba. Con el nombre y una aproximación de los rasgos físicos lograda observando las diferencias entre él y su madre, pudo encontrar a su ansiado papaíto en internet. De este modo pudo ver su perfil, leer su blog, hacerse su amigo en las redes sociales e incluso chatear. Antes de que tuviera ocasión de comentarle que era su hijo, habían quedado para conocerse en persona en una acogedora cafetería en la que tampoco hallaría la oportunidad de sacar a relucir su parentesco. Fruto de la disoluta niñez que tuvo, Nïta se convirtió en un homosexual atrapado en el cuerpo de una voluptuosa mujer. Y tal vez os preguntaréis, ¿en qué se diferencia una corriente heterosexual de un gay prisionero dentro de un cuerpo del sexo equivocado? Hay varias formas de expresar las diferencias. Algunas son crueles, otras zafias y las menos, pretendidamente objetivas. Dentro de este último tipo, nos encontramos con lo que aparece en uno de los principales manuales de psiquiatría: ‘Un homosexual atrapado en el cuerpo de una mujer se caracteriza por aborrecer sus órganos sexuales femeninos, repudiar su utilización en la cópula y preferir el uso de otras partes de su cuerpo para el intento de obtención de placer. A pesar de que nunca ha contado con él, echa en falta la presencia de un pene, que ansía de grandes dimensiones. En ocasiones también aborrece sus mamas, en especial cuando su tamaño es superior al medio. Su pelo tiende a estar cortado al estilo masculino, pero las afectadas por este trastorno de la personalidad se pueden diferenciar fácilmente de los tipos más andróginos de lesbianas en la ausencia de camisas de cuadros entre su vestimenta.’
Nïta odiaba sus hermosos pechos que tanto atraían a los hombres heterosexuales. Sin embargo, a ella le gustaban los chicos gays, que no deseaban corresponderla. Una solución podría haber sido cambiarse de sexo, pero desde que las feministas ostentaban el poder, sólo se permitían los cambios de sexo en el sentido contrario al pretendido por ella. El razonamiento era pantagruélicamente lógico: si las mujeres son superiores a los hombres en todos los aspectos, como ellas defienden, se debe permitir e incluso fomentar el cambio de sexo en el caso de que el objetivo sea hacerse mujer, pero bajo ningún concepto se puede aprobar que una mujer se convierta en un inferior varón. Nïta se deprimió porque tras un par de docenas de malas experiencias, comprendió que jamás encontraría el amor verdadero. Sólo las burlas y la incomprensión estaban destinadas para ella. Pensó en suicidarse, pero no tuvo valor. Consideró la posibilidad de encargar a un sicario su propia muerte como una forma de ser indirectamente su propio verdugo y acabar así su agónica desesperación. Cuando por fin se decidió, tuvo la desgracia de que el asesino a sueldo se enamoró perdidamente de ella y se negó a ejecutarla. Como el hombre que había de acabar con ella sabía que si la dejaba sola ella se mataría, la vigilaba día y noche. Nïta no podía hacer nada sin que su admirador no lo supiera. Más de tres meses duró el acoso hasta que el buen hombre comprendió que su amor era imposible ya que él la deseaba como mujer. Nïta acudió a un retiro espiritual porque quería probar todo tipo de posibles soluciones antes de darse por vencida. Tras las charlas trascendentales y el sinfín de horas de meditación llegó a la conclusión de que si el universo se negaba a permitirle morir era porque tenía una misión que cumplir, y aunque aún no sabía en qué iba a consistir, si algo tenía claro era que aquella misión iba a ser extremadamente sangrienta. Tal vez sea sólo mi alocada imaginación, pero me pareció notar un fugaz destello de deseo en sus ojos. Esos ojos claros me miraban y sentía poder ver a través de ellos el interior de su mente. Se trataba de mí, en otra vida y nacido en otro tiempo. Sin embargo se trataba de la misma criatura sobre la que el mundo ejercía sus inevitables transformaciones. El interior era el mismo, oculto bajo las apariencias y el torrente de hormonas propio de esa edad. Yo mismo aún sentía la sensación de inmenso poder y la oportunidad, al alcance de la mano, de realizar sin apenas esfuerzo cualquier hercúlea tarea. Pronto ese sentimiento desaparecía y era reemplazado por un paralizante temor ante todo y ante todos.
Quince años recién cumplidos, en plena adolescencia, y yo en la madurez, tal como lo veía entonces, a punto de celebrar mi trigésimo octavo cumpleaños. Un abismo insalvable y por si eso no bastara, la ley no se ponía de nuestro lado porque hasta podrían acusarme de corrupción de menores, como si eso fuera posible desde que existe internet. Siempre me vanaglorio de ser una persona que da más importancia al interior que al físico, siempre que este no sea en extremo desagradable. Dicho esto, he de confesar que anoche me vi obligado a buscar asiento apresuradamente para evitar que alguien percibiera un bulto sospechoso en mis estrechos y ceñidos pantalones. Sé que en las discotecas hay poca luz, y es improbable que nadie dirija su mirada justo bajo mi cinturón. No obstante, mi pudor me impedía permanecer de pie en esa incómoda y a la vez morbosa situación. -¡Esto tiene que acabar!- me dije a mí mismo -¡Yo siempre me enamoro del intelecto, al menos así ha sido en estos últimos años. Ya no soy como esos seres superficiales que se sienten atraídos por un cuerpo bonito!- Tras ver aquellos ojos y esa sonrisa, ni yo mismo creía en mi estúpida diatriba. Con mi dilatada experiencia pude encandilar a Alëx y hacer que sólo tuviera miradas para mí. Claro que él también puso su parte con la perfecta ejecución de calculados movimientos de cabeza que dejaban ver tentador su blanco cuello aún imberbe o acaso perfectamente rasurado. Pese a su corta edad y aparente nula experiencia, se manejaba muy bien. Seguro que le venía de familia. Estos eran los pensamientos de Sören al ver a su hijo bailar intentando seducirle en aquel recinto de desenfreno y perdición. Tras su cita en la cafetería, una cosa había conducido a otra sin remedio, pensarían ambos excusándose días después. La eterna constante en la historia de la humanidad, el inexorable devenir de los acontecimientos que nos empuja sin posibilidad alguna de zafarnos ante nuestro destino, a veces trágico y conveniente sólo en contadas ocasiones. Aunque Sören entreveía desde que salieron de la cafetería como iban a terminar la noche, lo que jamás podría haber imaginado era lo que había de suceder a la mañana siguiente en su inconfundible piso de soltero triunfador. Un ático moderno, funcional, espacioso y bien iluminado. ¿Qué les sucedió a Krox y a su recién conocida compañera Kärla, el robot con capacidad de humanizarse? Un suceso casi imposible , pero que a pesar de ser muy poco probable la Ley de la Relatividad demostró que podía ocurrirnos a cualquiera de nosotros en algún momento indeterminado de nuestras lineales y aburridas vidas. Y es que todo es relativo. Súbitamente, un extraño fenómeno nos rodea y hace que a pesar de no movernos aparentemente de nuestro sitio en realidad estemos viajando a la velocidad de la luz.
Como nos estamos moviendo tan rápido, el tiempo transcurre mucho más lento para nosotros que para los que están desplazándose a una velocidad ridícula en comparación con la nuestra. Así, lo que para Krox fueron unos segundos en los que no entendió lo que estaba pasando y vio a Kärla borrosa, para el resto del mundo trascurrió más de una década. ¿Cómo pudo pasar algo así? Será preciso preguntar a un físico y que nos lo explique con precisión, pero seguro que nos contará un sinfín de propiedades que se le suponen a alguna partícula cuya existencia no está probada, y que podría provocar un incidente parecido. Siempre ocurren cosas así con la física: si algo no cuadra habrá una partícula teórica metida de por medio. Al no entender lo que le pasaba a su comprador, Kärla decidió permanecer en suspensión al cabo de unas horas hasta que sus sensores de movimiento detectaran cambios significativos. Los robots del servicio técnico la estuvieron buscando para su revisión al cabo de dos años, pero al estar desconectada, no pudieron localizarla y ante la sobrecarga de trabajo decidieron posponer la búsqueda indefinidamente. De repente, la manifestación desapareció dejando como única muestra de su pasada existencia una mancha de humedad en el techo de la planta baja de la mansión del señor Guilär. Kärla se conectó de nuevo. A la pregunta de Krox sobre qué había sucedido, Kärla negó su conocimiento y su posible implicación. Acto seguido comentó que había estado desconectada casi doce años. A Krox le dio un ataque de pánico y se desmayó. Él ya estaba muy mayor para viajes en el tiempo tan largos. Cuando se sobrepuso, graves y obsesivas ideas se agolpaban en su cabeza y no podía ni tan siquiera pensar en las implicaciones que acarreaban. Necesitó tomar lápiz y papel y confeccionar una lista para discernir cuales eran las prioridades. Kärla se maravilló ante lo inusual de la personalidad de su comprador. Teniendo a su disposición modernos ingenios para facilitarle la tarea de escribir y ordenar sus pensamientos, fue a coger un primitivo instrumento de escritura que funcionaba por rozamiento. -¡Vaya un comportamiento irracional!- se dijo Kärla mientras detestaba la idea de poder llegar a convertirse en una persona. Unos minutos más tarde, Krox ya sabía lo que tenía que hacer. Unas horas después ya estaba manos a la obra. Pasados un par de días, la casa volvía a contar con la provisión de los diferentes suministros básicos para la habitabilidad y estaba completamente limpia. Kärla fue sometida a una revisión que constató que su cerebro apenas había sufrido alteraciones desde que salió de fábrica y obtuvo una prórroga de dieciocho meses hasta el análisis que dictaminaría su destino. El negligente albacea de los bienes de Krox había sufrido un oportuno accidente de tráfico que acabó con su vida -una verdadera lástima que su coche se despeñara misteriosamente por aquel acantilado- y el dinero que dilapidó su legatario, pronto lo recuperaría el cineasta concediendo una entrevista exclusiva en la que contaría toda la verdad sobre su paradero en los últimos años. Aún no sabía qué iba a decir, pero seguro que sería algo que le garantizaría al menos otras dos entrevistas en prime time. Lo que le intrigaba sobremanera era que nadie hubiera acudido a inspeccionar su mansión para ver si encontraba allí su cadáver. Haciendo pesquisas, supo que su amigo de la infancia, en quien confiaba sin reservas, consiguió que los policías que llevaban el caso de su desaparición no recorriesen su casa en busca de su cadáver con la promesa de un gran soborno. El pavor que le inspiraban a su amigo los cadáveres y la valla electrificada que impedía el paso de los curiosos hicieron el resto. Krox nunca llegó a saber cómo su amigo estaba al corriente de que si él moría todos sus bienes pasarían a manos de Lörna, la única mujer a la que había amado de verdad. La única manera que él tenía de quedarse con ellos era que Krox desapareciera. Así podría disfrutar de su dinero durante veinticinco años hasta que se le diese oficialmente por muerto. Lörna estaba muy preocupada por su hija, que ahora se hacía llamar Këvin, un nombre de homosexual sin ningún género de duda. Por eso la descorazonada madre decidió acudir a un psicólogo para recibir consejos sobre cómo actuar con su hija.
-Temo que se quite la vida- dijo la angustiada madre tras una pausa. -No lo creo- respondió convencido el doctor. -Está melancólica, pero no creo que cometa semejante locura. -Pues entonces quizá mate a alguien. -Eso es bastante más probable. -¿Y yo debería hacer cosas con ella? -Por supuesto. Debe acompañarla en aquello que más le guste, y así no perderá el vínculo insustituible que une a padres e hijos. Nïta se apartó rápido, calculando sus movimientos y con la rodilla derecha, le propinó un golpe justo donde más podía dolerle. El hombre no pudo evitar doblarse y cayó hacia un lado retorciéndose de dolor. La joven hundió con una fuerza sobrehumana el puñal con el que ya había acabado con varios directivos. Al tiempo que la daga se le iba hundiendo en la cabeza desde abajo, ríos de sangre le manaban de la boca abierta en un grito de espanto que jamás llegó a brotar, y cayeron sobre la impasible cara de Nïta, salpicándola. Inclinó la cabeza para impedirlo sin dejar de presionar la empuñadura. Era inevitable, el ojo izquierdo reventó y jirones de carne sobresalían de la órbita. El vapuleado cuerpo del hombre se desplomó sobre ella, inconsciente o acaso ya exánime. El cadáver tenía una erección. Tal vez en vida el ejecutivo hubiera sido masoquista. Algunos hombres eran depravados hasta extremos intolerables. A estos desenfrenados libertinos era a los que Nïta mataría. Ella lo hacía por voluntad propia, tras haber sopesado ventajas e inconvenientes y valorado el beneficio que le proporcionaba. Como le dijo a su madre, no era necesario tomar leche envenenada para convertirse en una asesina en serie. Lörna contemplaba la dantesca escena horrorizada. El único delito de aquel desventurado fue piropear a Nïta, o Këvin, como ahora decía llamarse. Al ritmo que iba, su hija pronto conseguiría que la ciudad se viera libre de los habituales en los lances de la tosca seducción diurna. Hasta el bueno de Värni, su viejo conocido, había perecido bajo la insaciable sed de sangre de su desequilibrada hija. La vida es irónica, ahora que Värni por fin se estaba comenzando a cansar de las mujeres, una de ellas acabó con su desenfrenada vida de conquistador. Él, que siempre se vanagloriaba de que le mataría un marido despechado. Pobre infeliz. Tras una noche en la que padre e hijo ejecutaron artísticamente posturas imposibles, llegó el alba y con el sol acudieron a ellos los problemas que oculta la embaucadora noche.
-Sören, yo soy… tu hijo. -No, eso es imposible, yo… -Debería habértelo dicho antes, pero no encontré el momento propicio. -¿Ah, sí? ¿Tú crees? ¿No pudiste decírmelo antes de que nos hubiéramos acostado? -Lo siento. -No te disculpes. Si quieres llamarte hijo mío, tienes que actuar como tal. Nosotros no nos disculpamos, ni tampoco pedimos las cosas por favor. Y además no te andes por las ramas, se directo cuando quieras algo. Si no actúas así, parecerá que eres humilde y apocado. -Gracias por el consejo, papi. -Tampoco digas gracias si no es estrictamente necesario, y créeme, nunca lo es. -Jo, das unos consejos muy buenos. -No te prodigues en alabanzas, eso degrada al que las ofrece y sólo hace crecer la vanidad del que las recibe, lo que no es necesariamente bueno. -Bueno... ¿Vamos a desayunar? -Y tu madre, ¿no estará preocupada? -No creo, le dije que estaba hasta el culo de ella y que me mudaba contigo. Tengo mi equipaje en la consigna de la estación. Quiero quedarme a vivir aquí. En ese momento se abrió la puerta y entró Imär, el veinteañero novio de Sören. Alëx le conocía de vista. Era un ciclista engreído con el que seguro que no se iba a llevar bien. Él no congeniaba con las personas monotemáticas, y el barbilampiño Imär lo era sin ninguna duda. Ciclismo, ciclismo, ciclismo. No sabía hablar de otra cosa. Cuando el hipócrita de Imär hubo dejado de reír al enterarse de que el hijo de Sören iba a quedarse a vivir con ellos, pudo comprobar que Alëx no le caía nada bien. Era locuaz en extremo, no tenía suficiente tono muscular y ni siquiera conocía el nombre de los equipos ciclistas más importantes. Con alguien así no había nada que hacer. Para relajar un poco el tenso ambiente, Imär tuvo la genial idea de ponerse a cantar algo vacilón: Papi, papi, papichulo, papi, papi, ven a mí… Era noche cerrada y había tormenta, de vez en cuando la estancia se iluminaba con un rayo cuyo fulgor dejaba pasar la celosía entreabierta. Tras la cegadora luz siempre llegaba un trueno ensordecedor. La brisa en la cara recordaba a Alëx una primavera inacabada que jamás tuvo lugar. Todo era tan evocador que si el tema no suprimiese la melancolía, a estas alturas los congregados en torno a los woks se encontrarían llorando al unísono por el pasado perdido y el futuro negado.
Estaban todos presentes: los abuelos, Könrad y Bësta, sus hijos, Ihrën y Lörna y les acompañaban Sören, Ingrid, Alex e Imär. Nïta acababa de llegar mojada de pies a cabeza por no llevar paraguas. Todos estaban saciados tras dar buena cuenta del contenido de varios woks tamaño familiar. Se habían reunido para celebrar el Día de la Tierra, una fiesta cuyos orígenes se perdían en la más remota antigüedad. En ese día se conmemoraba la fecha en la que desapareció el poco hielo que quedaba en la Antártida. Así pudo pasar a ser propiedad de Google Corporation y un consorcio de multinacionales que pudieron utilizar los abundantes recursos que hasta entonces habían estado desaprovechados de forma escandalosa. El Día de la Tierra era un día especial por muchas razones. Sobre las ciudades se lanzaban misiles tierra-aire con nitrato de plata para provocar la aparición de nubes que con suerte, como este año, provocaban tormenta. También en ese día era tradición regalar un libro de papel, una reliquia cada vez más cotizada. Aquel 22 de abril fue especial porque Sören iba a presentar a su hijo Alëx, a sus antiguas parejas, los hermanos Ihrën y Lörna. Se sorprendieron lo justo, pues de Sören cabía esperar cualquier cosa. El problema fue cuando al joven e insensato Imär, el hijo de Ihrën e Ingrid se le escapó un afectuoso ‘cariño’ al pasar la pimienta a Sören. Todos empezaron a echar espuma por la boca, una forma figurada de aludir a un estado casi cataléptico en el que se comienza hablar a gritos sin apenas escuchar lo que dicen los demás. Algo que, al contrario de lo que podríamos imaginar si tuvimos la suerte de ser huérfanos, ocurre muy a menudo en todas las familias. La acalorada conversación degeneró pronto en una estruendosa algarabía en la que se dijeron cosas que llevaban mucho tiempo esperando surgir en cuanto se presentara la menor oportunidad. Pasarían bastantes años hasta que Ihrën y Sören o Ingrid y Lörna se volvieran a dirigir la palabra. Könrad moriría de un infarto al cabo de un par de días. Su ceremonia de ascensión al Wok estuvo acompañada de un tenso silencio y miradas de reproche. Aunque decían culpar a Sören de lo sucedido, en el fondo sabían que el causante de todos los males era, como siempre, Imär Mälden, el botarate que no era merecedor de llevar ese apellido. Sören no podía creerse lo que le estaba pasando. Tenía pensado romper con el cargante Imär y ahora tenía a dos muchachos viviendo con él. Así, empezó a beber más de la cuenta y antes de que pudiera advertirlo, se había convertido en un beodo que se balancea erráticamente entre paredes y farolas. La terapia en alcohólicos anónimos no surtió efecto, y tras varios meses acabando con botellas de licor como si estuviera comiendo pipas, una noche deliró con tremendismo. Su hígado era totalmente inservible.
Inmerso en el ataque que sufrió, Sören se vio rodeado de distintos bichos con formas y movimientos serpenteantes. En vez de gritar aterrorizado e intentar huir de ellos, se sintió súbitamente excitado. Hasta entonces no había sabido que si había algo que le gustara más que los jóvenes muchachos rubios de ojos azules, eran las pizpiretas lombrices y las infatigables hormigas. Por suerte, cuando se despertó en la cama del hospital tras sufrir un desvanecimiento, no se acordaba de nada y por eso pudo regresar sin problemas a su aceptable homosexualidad ejercida en exclusiva con humanos y con algún que otro robot artificial y convenientemente amanerado. -¿Cómo llamarías a un primo tuyo que es muy mono? “Primote”- Este era otro de los penosos chistes que Imär inventaba, apuntaba ufano en un papel y luego contaba repetidamente hasta la náusea. Si no funcionaban a la primera, ¿por qué esperaba que más tarde ocurriese lo contrario? El desesperado Alëx había probado con no inmutarse ante las chanzas del vanidoso ciclista que decía ser su padrastro, pero aquello no conseguía disuadirle de continuar con las bromas de pésimo gusto. Así que un día se rió a carcajadas, pero sólo consiguió estimularle más a proseguir con la disparatada retahíla de despropósitos. Las reacciones intermedias tampoco funcionaban. -Se abre el telón y aparece una vocal muy delgada declarando en un juicio. El abogado la confunde y la vocal se contradice. ¿Cómo se llama la epopeya? “La I-liada”- Si algo era admirable de Imär era su tozudez y su inexistente sentido del ridículo. -¿Cómo llamarías a alguien que te persigue constantemente para matarte? “Acechino”- Alëx se convulsionó de dolor psicológico, en una agonía no fingida. Aquello era una tortura, era como ver la ejecución de una magistral obra de Shakespeare por un grupo de aficionados sin talento con sobrepeso, alopecia y seborrea. Sören, por haber sido tan insensato como para cambiar el tema por el alcohol, ahora necesitaba un trasplante de hígado si quería seguir con vida. Por un asunto ético que nunca quedó bien explicado, a Sören le era imposible aceptar un hígado por el que tuviera que pagar, así que la única alternativa era una donación desinteresada de alguno de sus conocidos. Los pocos que se sometieron a la prueba de compatibilidad obtuvieron un resultado negativo con la excepción de su hijo Alëx, que se mostró encantado con la idea de ofrecer a su padre una parte de sí mismo y así tener un motivo perenne para extorsionarlo y obtener su favor siempre que lo necesitara. |
AutorEdward Peddersen Jr. es nihilista. Dice que no cree en nada aunque más bien cree que nada tiene sentido. Para él nada existe realmente. A veces se despierta con buen humor y vuelve a creer en la realidad, como cuando era niño. Sin embargo, ni siquiera en esos días felices puede creer en la bondad. La bondad es algo que ningún humano podrá conocer. AgradecimientosEste libro-blog es tanto del autor como de M.Y.S-J. Sin ella no hubiera sido posible llevarlo a cabo. Sus críticas, aportaciones, comentarios y apoyo constante han sido determinantes. Alguien como ella merece ser la única persona que figure en los agradecimientos. Todos los demás que pudieran haber estado entenderán esta decisión.
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